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Columna
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Doctor Atomic

Rafael Argullol

El azar -que tiene sus leyes invisibles- ha hecho que coincidieran en este mes de octubre la concesión del Premio Nobel de la Paz a Mohamed el Baradei y al Organismo Internacional para la Energía Atómica (OIEA), y el estreno en San Francisco de la ópera de John Adams con escenografía de Peter Sellars Doctor Atomic, basada en la figura de Robert Oppenheimer, al que los medios de comunicación llaman siempre "el padre de la bomba atómica".

Pese a nuestra corta memoria, quizá algunos recuerden a El Baradei, con su frágil silueta y su cara de hombre bondadoso, hace un par de años, justo cuando estadounidenses y británicos buscaban argumentos para invadir Irak, explicando una y otra vez que no había ya peligro de armas nucleares en aquel país. En aquellos días Bush se inventó que Sadam Husein había conseguido uranio enriquecido nada menos que en Níger, África. El pobre El Baradei fue colocado en el ojo del huracán, con insultos del vicepresidente Richard Cheney incluidos. Parecía alguien destinado a ser destruido de inmediato.

Confieso una antigua fascinación por Robert Oppenheimer, el físico que dirigió trabajos que condujeron a la bomba atómica

Pero El Baradei, un individuo tenaz, demostró que los materiales a los que se había referido Bush estaban trucados, algo que incluso con posterioridad ha reconocido Colin Powell, entonces secretario de Estado estadounidense. Era sorprendente observar la media sonrisa de hombre paciente con que El Baradei desmantelaba continuamente las trampas que le iban tendiendo desde Washington y Londres. Ahora, a raíz de la concesión del Premio Nobel, ha declarado que esto significa un impulso para su único método: "Sigue haciéndolo como hasta ahora. Sé imparcial, actúa con integridad, di la verdad al poder. Y es lo que seguiré haciendo".

Que haya un hombre -sobre todo con el cargo que desempeña Mohamed el Baradei- que está dispuesto a "decir la verdad al poder" es algo que reconforta puesto que el poder, por definición podría decirse, no quiere que se le diga la verdad. Esta oposición nos conduce al héroe de la ópera Doctor Atomic, el hombre que liberó por primera vez la fuerza descomunal que 60 años después El Baradei trata de controlar.

Confieso una antigua fascinación por la personalidad de Robert Oppenheimer, el brillante físico que en plena juventud dirigió trabajos que condujeron a la fabricación y explosión de la bomba atómica. Creo que fue el profesor de química del colegio, un tipo atormentado y de gran talento, el primero en hablarme de Oppenheimer. Luego leí varias biografías y una obra de teatro que trataba del personaje. Recientemente algunos documentales han intentado indagar las circunstancias que rodearon una trayectoria humana excepcional y contradictoria.

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Sin embargo, el misterio en torno a Oppenheimer no ha hecho más que aumentar: posiblemente nadie en el siglo XX haya reunido tantos méritos para encarnar a un Fausto de nuestro tiempo. Que Oppenheimer, como Fausto, quiso ir demasiado lejos es algo que no ofrece ninguna duda si se tiene en cuenta el fruto mefistofélico de su empeño. El misterio radica en la conciencia que él tuvo de las consecuencias de su ambición, bruma que, por otro lado, siempre acompaña también al mito de Fausto.

En Doctor Atomic, acertadamente, se presenta a Oppenheimer como un hombre sensible que coquetea con el abismo. Es un científico amante de la poesía que recurre a un poema de John Donne, Trinity, para poner nombre al lugar secreto escogido para lanzar la bomba en Alamogordo, Nuevo México, y que al observar por primera vez el inquietante perfil de un hongo nuclear, se acuerda de unos versos del poema indio Bhagavad Gita. Oppenheimer, al igual que Fausto, está seducido y horrorizado por su obra. Hay varios testimonios al respecto.

Por el contrario, poco sabemos de lo que ocurre en la mente del científico fáustico en los pocos días de 1945 que transcurren entre la explosión de Alamogordo y la entrega del alma al diablo que significa el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki. Fuera de la mente de Oppenheimer las crónicas son muy dispares. Para algunos, tras el éxito del ensayo del desierto de Nuevo México, Oppenheimer y su equipo perdieron toda capacidad de decisión, de manera que la tenebrosa criatura recién engendrada pasó a depender de la tutoría exclusiva de los militares. Otros, sin embargo, insinúan que la participación directa o indirecta de Oppenheimer fue necesaria para que Mefistófeles volara tan devastadoramente sobre Japón.

Sí conocemos con cierta precisión lo que le sucedió con posterioridad al Fausto de la energía nuclear: se opuso a la bomba de hidrógeno -junto con Einstein y otros científicos-, muchos de sus admiradores se convirtieron en adversarios, fue acusado de simpatías comunistas y juzgado, perdió todo crédito como ciudadano estadounidense y finalmente fue condenado a una suerte de ostracismo académico. Las biografías y los documentales vacilan en el momento de hacer balance de un hombre cuyos atributos siempre son considerados excesivos: demasiado arrogante, demasiado frío, demasiado emocional, demasiado lúcido, demasiado idealista...

Pero el enigma del Doctor Atomic continuará porque ignoramos qué pasó por su conciencia en el momento crucial de su vida. Es posible que si hubiera aplicado el método proclamado por El Baradei, diciendo "la verdad al poder", su historia y nuestra historia fueran distintas. Aunque quizá no, porque el poder, como Mefistófeles, no está para verdades.

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