_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Zozobra sin el móvil

Fue de esos días en que uno tiene, antes de salir de casa, la desagradable sensación de que se ha olvidado alguna cosa, pero no recuerda qué. Y me encontraba ya en la calle cuando comprendí lo que ocurría. En efecto, faltaba algo en mi diaria impedimenta: me había dejado en casa el teléfono móvil, el celular, (como dicen en la otra orilla) ese aparato que sirve, según cierto anuncio televisivo, para que estés siempre conectado con tu mundo. "Conectado con tu mundo". La publicidad se ha convertido en una cantera inagotable de metáforas. Pero eso no es nada en comparación con su aún más importante efecto cultural: idear toda una mitología. La publicidad es responsable de la profusa mitología de nuestro tiempo. Se trata de una mitología formada por relatos y héroes efímeros, fugaces (las campañas se suceden a velocidad de vértigo) pero no por ello deja de ser nuestro particular imaginario mitológico.

Ahora las nuevas tecnologías también colaboran en el engrandecimiento de ese universo mítico y así uno siente el móvil como una extensión de sí mismo. ¿Cómo vivían los seres humanos antes de que se inventara ese artefacto? ¿Con qué inaceptable naturalidad funcionaba entonces el universo? Aquel día en que salí de casa sin el móvil empecé a sentir que vagaba como un náufrago zaherido por las olas del espacio y el tiempo. Porque iba sin el móvil, y eso sólo podía significar que en mi vida, entre mi gente, podían estar produciéndose toda clase de accidentes, catástrofes y urgencias, sin que yo tuviera la más mínima noticia.

Un amigo mío asegura que él no sabe pasear, que su caminar sólo adquiere verdadera verosimilitud si se dirige con certidumbre a alguna parte. ¿Pasear? ¿Cómo se hace eso?, me pregunta a menudo. ¿De qué modo acciona uno sus músculos cuando no se dirige a ningún lugar concreto? Yo me reía de aquellas aprensiones, pero las comprendí ese día en que me vi, por primera vez en muchos meses, quizás por primera vez en años, en la calle sin mi móvil. ¿Cómo vivir sin móvil?, me pregunté a mí mismo. ¿Con qué rastro de confianza puede avanzar uno por la calle cuando acaso, a sus espaldas, hay amigos o familiares que le buscan con urgencia? ¿Qué infartos, qué crímenes, están aconteciendo precisamente ahora, cuando nadie puede avisarnos? ¿No se impone una fe absoluta en nuestros seres queridos, en nuestros compañeros de trabajo, incluso en nuestros enemigos, cuando no podemos conectar con ellos y debemos confiar, sin pruebas telefónicas, en que todo sigue igual? A menudo aludimos a la servidumbre laboral que comporta ese objeto diabólico, pero también habría que aludir al desamparo que comporta ya vivir sin él. Porque el móvil nos ayuda a estar alerta, nos asegura un conocimiento instantáneo del entorno, mientras que su ausencia nos transforma en culpables, en seres negligentes. Es como si, privados de nuestro móvil, parte de la responsabilidad por las cosas que pasan nos pudiera ser transmitida.

Aquel día en que, por primera vez en mucho tiempo, me vi sin teléfono móvil era domingo. Fui a hacer esos recados propios del domingo (el pan, el periódico) que apenas son una excusa para salir de casa en busca de un café. Y luego de cumplir los trámites regresé a casa, dubitativo, aprensivo, temeroso de lo que pudiera encontrar en ella. Había sido casi media hora sin el móvil. Y un beso filial, a la entrada de casa, me confirmó después que la incomunicación había terminado y que durante ese gravísimo aislamiento no había ocurrido nada malo, nada que exigiera mi presencia. Encontrarme sin móvil no había impedido mi puntual conocimiento de alguna terrible desgracia, ni siquiera el de algún pequeño contratiempo. De todos modos, lo primero que hice en casa fue localizar el aparato y, después de examinar el buzón de llamadas recibidas (asombrosamente vacío), volví a cargar con él para lo que quedaba del día. Mi mundo volvía a ser el mismo. Es una idea un poco estúpida pero, con el móvil, me sentía preparado para que el mundo siguiera funcionando, como si las desgracias, teniendo puntual conocimiento de ellas, no lo fueran tanto y los hechos afortunados, conocidos con la misma puntualidad, no perdieran su eficacia.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_