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Columna
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Una 'pornostar'

Dando un paseo por la calle de Goya el Día de la Fiesta Nacional, a las diez de la mañana, me encuentro con un grupo de militares. Tarareo mentalmente el "banderita, tú eres roja; banderita, tú eres gualda" y unos compases del himno de la Legión que me arrebatan tanto como aquel genial Black is black, de Los Bravos, y cruzo la calle de Serrano con intención de asistir, al menos, un rato en Colón al paso marcial de los curtidos ferreteros que defienden nuestra patria. Una hora larga de desfile -sé que, si me quedo hasta el final, podría terminar alucinando de felicidad y hasta el arzobispo de Madrid, que es nuestra mayor autoridad psiquiátrica, dice que las alucinaciones son muy peligrosas- me pone del mejor humor: algo así como si hubiera leído ocho o diez páginas de Mark Twain, un autor infalible para elevar la moral de hasta la tropa más desesperada. Abandono a nuestras huestes cuando todavía debe quedar media hora larga de desfile, según calcula y me dice un amable militar que tengo a mi derecha, sin la menor mala conciencia porque sé que están bien preparadas para arrostrar situaciones difíciles, incluido el dolorosísimo Gólgota de mi ausencia. El vuelo audaz de una escuadrilla de aviones, que casi le siega los espectaculares cuernos de su azotea a ese edificio de la plaza de Colón que tiene pinta de ser otra de las propiedades de Berlusconi, y que en su día fue de la apicultora Rumasa, me infunde el valor que necesitaba para tratar un tema que levanta ampollas..., ¡y no sólo ampollas!

Hoy, por fin, envalentonado por los himnos militares, me atrevo a hablar de Celia Blanco, una pornostar madrileña. Su nombre se une a la legión de hijos ilustres que ha dado Madrid a lo largo de la historia: Lope, Quevedo, Calderón, la duquesa Cayetana de Alba, el excelente autor de novela negra Petros Márkaris, que nació en Estambul pero cuyo comisario Jaritos debe ser madrileño, pues lo encuentro levemente disfrazado con el nombre latino de Jarritus en el letrero de una cafetería de Alcalá, a dos pasos de la plaza de Las Ventas. La gran Celia Blanco, que alegró algunas noches de Crónicas marcianas, hoy es noticia por el libro Secretos de una pornostar, del que es coautora con Guillermo Hernaiz.

Si Larra, que también es madrileño, levantara la cabeza, probablemente diría: qué buenos, frescos, calientes y nuevos temas se tratan en este libro: los años de aprendizaje -momentos decisivos, juegos de chicas, el primer chico, empezando por detrás; en el mundo del cine X-, poesía en francés (un buen momento para recordar que Baudelaire escribe en el mundo occidental la mejor poesía erótica del siglo XIX), la primera película, ese pedazo de aparato (¿habla Celia Blanco del frigorífico?) y mis primeras portadas (ella fue en una ocasión portada, junto con otras tres actrices, de El País Semanal en un reportaje sobre cine porno). En el capítulo titulado En la barra del Riviera -un club de alterne de Castelldefells en el que Celia Blanco trabajó como camarera- se leen unas palabras que transcribo para calmar un poco al Gobierno sueco que, como es sabido, encarcela a los clientes de prostitutas que son sorprendidos en el delito de contratar un servicio sexual. Dice literalmente Celia Blanco respecto a los clientes del Club Riviera que a la mayoría de las chicas no es que no les gustasen los clientes, no, es que directamente les daban asco. Hay un capítulo titulado La dulce Rita y una bella pareja, que, en una lectura rápida, creía que se refería a Rita Félix, dulce bastión del PP, y a Fernando de Orbaneja, un ateo auténtico, que el próximo 1 de diciembre presenta en el Círculo de Bellas Artes su libro La Biblia al desnudo, pero, para decirlo también con el título de un reciente libro, "¡me equivoqué!". Celia Blanco habla de la húngara Rita Faltoyano, con quien coincidió en el rodaje de la película Compulsión, que probablemente conoce nuestro mayor experto en cine porno, Juan Cueto, a quien la patria le adeuda el servicio y la gloria de haber introducido el cine porno a través de Canal +, según contó en un memorable artículo publicado, en agosto pasado, en este diario. Para que no se soliviante el arzobispo de Madrid, leo unas páginas de La Iglesia católica -suena a chiste pero es verdad: es una espléndida historia de la Iglesia-, del teólogo Hans Küng, y acabo el día soñando con los angelitos de Miraflores de la Sierra, que ahora beben agua mineral porque el alcalde les está cortando el agua a todos los paisanos del pueblo sin, ni siquiera, exceptuar a los alados mensajeros de Cristo.

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