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Acerca de la violencia pasional

La violencia pasional sigue teniendo consecuencias dramáticas. Y sabemos que, en última instancia, cada sujeto y cada caso son únicos. Pero destacar la particularidad y singularidad de cada caso no está reñido con el esfuerzo por extraer alguna matriz común que nos ayude a poner algo de luz en la cuestión.

Para empezar, no está de más subrayar, aunque parezca obvio, que esta violencia pasional tiene lugar en el campo de las relaciones entre hombres y mujeres. Parece razonable pensar, entonces, que difícilmente podemos entender algo de este fenómeno si no nos planteamos previamente la cuestión de las relaciones entre los diferentes sexos. Si partimos de la evidencia de que es el goce el que conduce a hombres y mujeres a involucrarse entre sí, no puede por menos que imponérsenos, a la vista de cómo han ido y van las cosas, la pregunta de cómo se distribuye este goce entre las dos partes de la pareja.

Difícilmente podemos entender algo de este fenómeno si antes no nos planteamos la relación entre los dos sexos

El psicoanálisis responde a esta cuestión enfatizando que es preciso distinguir radicalmente el goce masculino del femenino. Es decir, no se trata de goces equivalentes que fundarían el espejismo de la existencia de una complementariedad sin fisuras y una relación sexual perfecta. Nada de eso. Por el contrario, Lacan puso ya de manifiesto la diferencia estructural entre ambos goces. Así, podemos decir, simplificando, que el goce masculino se define exclusivamente a través del falo, mientras que lo consustancial del goce femenino, que tiene igualmente acceso al goce fálico, se define propiamente como goce Otro; otro que el fálico, más allá de éste, goce suplementario a él. Dicho de otra manera, mientras el hombre está todo en la función fálica, la mujer es no toda en ese nivel, en la medida en que lo que la define esencialmente es ese otro goce enigmático que escapa a las palabras, que la sobrepasa, y adonde ningún hombre puede acompañarla. Es decir, el goce del hombre y el de la mujer no hacen uno, sino que se presentan esencialmente disyuntos y son de naturaleza radicalmente distinta.

Pero es que incluso en el nivel fálico el desencuentro entre los goces es inevitable, ya que la posición de hombres y mujeres respecto al deseo y al amor es divergente. Sabemos qué supone la dimensión fálica: la estructura del deseo masculino coloca a la mujer en el lugar de objeto de goce del hombre, mientras que la mujer, tras hacerse desear, consiente o no a ese juego, en función, sobre todo, de la variable amor. Y aun cuando las posiciones se intercambien, la estructura permanece. Lo que conviene resaltar, por tanto, es la profunda disimetría del goce, su no reciprocidad, incluso en el nivel fálico, en el que cada uno se queda con su propio goce... y su propia soledad.

Es precisamente esta discordia entre los goces lo que convierte a la mujer en Otro sexo para el hombre, lo que hace de la mujer un ser radicalmente extraño, profundamente desconocido y totalmente extranjero a sus ojos. Es, por otra parte, a esta inexistencia de un acoplamiento totalmente pleno y extático a lo que apunta el concepto de castración, como esa grieta insalvable que divide a cada ser humano por el hecho de ser hablante, y que hace referencia a esa imposibilidad radical de alcanzar el goce absoluto.

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¿Cómo podemos leer, desde esta óptica, los cotidianos fenómenos de violencia pasional más allá de la indignación, la perplejidad, el espanto o la repugnancia moral? Lo esencial del acto homicida es que la mujer es reducida a puro objeto. Absolutamente cosificada, su ser ha sido reducido a puro desecho. Mi tesis es que el maltrato constituye el intento insensato del partenaire masculino de rebajar al Otro al estatuto de uno, la pretensión loca de convertir al Otro en un semejante, la vía absurda de reducirla a una igual. Y, ante lo insoportable de asumir esa otredad inaceptable, se les impone la salida de su eliminación y aniquilación. Creo que debemos interpretarlo como un esfuerzo por ahogar el propio ser de la feminidad, lo que, en última instancia, significa -y es el fondo de la cuestión- negar la propia diferencia sexual que hace que existan hombres y mujeres.

No obstante, hay que añadir que la violencia pasional no sólo evidencia el fracaso absoluto del partenaire masculino. No podemos por menos que pensar que el trágico desenlace es el punto final de un largo proceso de progresiva degradación. Superadas ya fáciles posiciones maniqueas, del tipo buenos y malos, tal y como nos mostraba abiertamente la espléndida película Te doy mis ojos, de Iciar Bollaín, es preciso, cuanto menos, mencionar la responsabilidad subjetiva del partenaire femenino en la elección de su pareja -que nunca se produce al azar, aunque el azar tenga algo que ver en el asunto- y en el consentimiento en la relación de maltrato. Si hay algo que debemos subrayar siempre es la responsabilidad del sujeto con su propia existencia, lo que significa que él es siempre responsable en los embrollos con que se encuentra en su camino.

Hay que recordar que un hombre sólo es un hombre si es capaz de afrontar, cara a cara, en sus horas de la verdad, el goce de una mujer. Parafraseando a una colega, "no se trata tan solo de reconocer la diferencia en cuanto a lo corporal (...); la tarea que se impone a cada sexo es la de confrontarse con otra posición diferente en el deseo, con otro estilo en el amor, y Otro goce distinto al de uno".

Luis Fermín Orueta es psicólogo y psicoanalista.

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