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Columna
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Piedad

Rosa Montero

Hablando de inmigrantes (porque es tan triste y feroz lo que está sucediendo que resulta imposible no hablar de ellos), recuerdo a una mujer a la que conocí en Valencia hará un par de semanas. Se llama María, tiene 51 años y es madre de diez hijos blancos. Pero además, como ella misma dice, tiene docena y media de hijos negros, inmigrantes subsaharianos entre 17 y 26 años a los que ella ha dado cobijo en su casa, un chalet de zona acomodada. Llevan un año viviendo allí, estudiando español en una escuela para adultos, buscando trabajo. La parroquia y algunas oenegés colaboran en su alimentación. María les ha sacado de la calle, del hambre, del peligro. Pero en la casa ya no caben más, y todavía quedan muchos por ahí fuera. En ruinas infestadas de ratas, o al abrigo de puentes sobre cauces secos, o en apestosos poblados de cartón y lata. Decenas y decenas de jóvenes negros que son cazados por deporte, como alimañas, por las brutales bandas de neonazis.

Precisamente el mismo día que conocí a María había sido detenido un grupo neonazi valenciano. Se autodenominan Frente Antisistema, y se les acusa de haber propinado espantosas palizas a los inmigrantes. Uno de los subsaharianos amigos de María, un adolescente, apenas un niño, fue rociado de gasolina y quemado vivo mientras dormía entre cartones. Salvó la vida, aunque estuvo gravísimo. Tal vez los atacantes pertenecieran al Frente Antisistema, o tal vez a algún otro grupo de energúmenos: los neonazis abundan. Por eso, María lleva semanas yendo a dormir a los inmundos asentamientos de inmigrantes. Para intentar protegerles con su presencia. Como ella dice, "cuando la policía sabe que entre ellos hay una mujer blanca, vigilan más el lugar". Lo que más me inquieta de esta historia ejemplar de compasión es que, para muchos probos ciudadanos, María es un personaje estrafalario. Su preocupación por el prójimo les resulta excesiva, casi una chifladura. Los nazis, en cambio, no nos parecen tan raros: sí, son unos criminales a los que hay que perseguir y encarcelar, pero no nos sorprenden: forman parte del mal del mundo. Nuestra enfermiza sociedad parece aceptar mejor el odio que la piedad.

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