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Tribuna
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¿Sublime portazo?

Existen muchas y buenas razones para abrir negociaciones de adhesión con Turquía y muy pocas para no hacerlo. Pero como ocurre tantas veces a la hora de debatir acerca de algo, si queremos asegurarnos de que el intercambio de argumentos va a ser útil, lo primero que deberemos verificar es que unos y otros estemos hablando de la misma cosa. En el caso de Turquía, los que rechazan la adhesión suelen preguntarse por el impacto de su adhesión sobre la Unión Europea. Mientras que los partidarios de la adhesión suelen adoptar una perspectiva consistente en examinar el impacto de la adhesión sobre Turquía. Ambas son cuestiones abiertas, por lo que nadie puede pretender estar en posesión de toda la verdad, sino sólo de algunos fragmentos de ella. Sin embargo, parece evidente que el reto intelectual, moral y, también, político, está más en la segunda cuestión que en la primera.

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El dilema

Desde esta perspectiva, la pregunta fundamental que deberíamos plantearnos sería: ¿puede la perspectiva de la adhesión a la Unión ayudar decisivamente a Turquía a completar su larga trayectoria de modernización, democratización y secularización convirtiéndola así en ejemplo y, a la vez, elemento de paz y estabilidad en una región del mundo extremadamente convulsa? La respuesta a esta pregunta sólo puede ser pragmática: si existe una posibilidad, debe intentarse. En consecuencia, si aceptamos la pregunta como válida y oportuna, el debate debería entonces trasladarse hacia el examen de la evidencia sobre la que se sostiene la idea de que Turquía está avanzando en dicha ruta de modernización, pero también hacia la validez de los razonamientos en los que se sustenta la idea de que lo que le ocurra a Turquía nos concierne de alguna manera.

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Desde este punto de vista, el "sí" al inicio de las negociaciones de adhesión estaría doble y plenamente justificado. Por un lado, los progresos en la situación política, económica y social en Turquía son públicos y notorios y han sido detalladamente constatados por la Comisión Europea. Gracias a las presiones de la Unión Europea (sólo efectivas en tanto en cuanto la UE dispone de un incentivo tan importante como la adhesión), ha sido posible un contexto en el que los islamistas, una vez en el poder, se hayan planteado un camino de reformas inverso al esperado por todos. Es cierto que los progresos distan de ser completos o de estar asegurados. Sin embargo, si hasta la fecha la mera perspectiva de abrir negociaciones ha tenido tan buen resultado, ¿no resulta lógico estar convencido de que la apertura de negociaciones tendrá un impacto aún más sustancial?

Todo ello refuerza la razón más profunda que hay detrás del apoyo a la adhesión: la de Turquía demuestra el éxito y el acierto de conceder al proyecto de integración una orientación fundamentalmente cosmopolita, asentada en la fuerza universal de los principios y valores en los que se basan hoy las democracias europeas, más allá de las identidades religiosas. Desde este punto de vista, una vez superada la división y la guerra dentro de Europa, la Unión Europea se jugaría en la adhesión turca convertirse en un factor de paz y progreso global inédito en la historia y, por ello, revolucionario en las relaciones internacionales. Contra los que sostienen que la finalité politique de la construcción europea debe consistir en una Europa federal asentada en un amplio demos y una fuerte identidad colectiva (en definitiva: un super-Estado-nación como los Estados Unidos), el proyecto inherente a este otro modelo de construcción europea consiste en plantear la Unión Europea como una (nueva) forma de dominación, consensual y pacífica, posestatal y a la vez posnacional, sustentada en el atractivo y la legitimidad global que le otorgaría el basarse en el derecho, la democracia y los valores universales.

Muchos argumentan que todo esto es una mera quimera, que el Islam y la democracia son esencialmente incompatibles, que los islamistas turcos no son sinceros en la aceptación de nuestras normas y reglas y que Turquía es, en definitiva, imposible de modernizar. Europa no sólo fracasará en su causa kantiana, advierten, sino que se destruirá a sí misma en el proceso, ya que ni económica, ni política, ni cultural, ni demográficamente puede absorber a Turquía. Estas advertencias merecen ser tomadas en serio porque, al igual que ocurre con las razones que esgrimen los partidarios del "sí", son verosímiles. El atraso económico de Turquía, su horizonte demográfico, los problemas de modernización del Islam, la cuestión kurda, el conflicto en torno a Chipre, las fronteras de Turquía con vecinos tan difíciles como Irán, Irak y Siria, etcétera, todos ellos son problemas reales que plantean un desafío enorme a la Unión Europea y que, lejos de ser ignorados por los Estados miembros y tratados de espaldas a la opinión pública, como se viene haciendo hasta la fecha, deben ser expuestos y debatidos con la mayor profundidad posible. Con ello se podría lograr un diagnóstico razonable, que los propios turcos pudieran compartir, respecto a qué puede hacer la Unión por Turquía, pero también acerca de lo que Turquía no debería esperar de la UE.

Por tanto, la apertura de negociaciones servirá para que todos podamos exponer nuestras razones y prepararnos para el futuro. Es posible que al final del proceso, que en cualquier caso será enormemente largo y exigente, sean los propios turcos los que opten por una asociación privilegiada. También es posible que sea la propia perspectiva de la adhesión de Turquía la que invite a algunos Estados de la UE a formar un núcleo más estrecho o más elevado en sus ambiciones (al fin y al cabo, la adhesión de Turquía no hará nada a la Unión que no le esté haciendo ya la ampliación a 27). En definitiva, tan posible es que todo salga bien como que todo salga mal. Pero lo que es evidente es que el desafío está mucho más en el "sí" que en el "no" y que, en cualquier caso, merece la pena intentarlo.

José Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencia Política en la UNED.

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