El dilema
Decir que los problemas que plantea el eventual ingreso de Turquía en la UE son de carácter socio-económico es falsear la realidad. Los problemas socio-económicos existen, pero el creciente rechazo que Turquía suscita entre la población de los principales países europeos va por otra lado: el hecho de que los eventuales ochenta millones de nuevos ciudadanos de la Unión sean precisamente turcos. Es decir, que si por ejemplo fueran polacos o húngaros no se daría tal rechazo. ¿Racismo? Yo diría que no, aunque en más de una mente los matices se confundan. ¿Miedo atávico al turco, enemigo por antonomasia de Occidente? Agua pasada que, desde hace años, actúa más bien a modo de gancho turístico. ¿Torpeza del Gobierno turco? La mayor parte de los ciudadanos europeos poco o nada saben de ese Gobierno, que, por otra parte, es de un supongo que sincero islamismo moderado. A Erdogan, su primer ministro, se le podrá reprochar a lo sumo alguna que otra metedura de pata, como la de referirse reiteradamente a Europa como a un club cristiano, cuando el núcleo de todo ese problema, para Europa, para Turquía, reside, precisamente, en que Europa es un club laico.
Una cosa es ser vecinos y amigos, y otra, más problemática, fundirse unos y otros en un todo
Es más: si la Turquía actual se ajustase al modelo de Estado diseñado por Kemal Ataturk en el curso de los años veinte del pasado siglo, hoy no habría problema turco. Sí, ya sé, Kemal Ataturk llegó al poder mediante un golpe de Estado y su figura se halla asociada a la represión de kurdos y armenios. Lo que no se suele especificar es que la matanza de armenios tuvo lugar antes de su llegada al poder y que esa llegada al poder sólo podía producirse mediante un proceso revolucionario, no menos en el despótico Imperio Otomano que en la Francia absolutista de Luis XVI. Caso distinto es el de la población griega expulsada de Esmirna, Trebisonda y tantos otros lugares, fruto de los intentos de acentuar los rasgos eminentemente turcos de la joven República, de afirmar su personalidad a costa del sustrato griego. Pero, ¿qué país europeo se halla libre de hechos similares o peores -dentro o fuera de sus fronteras- en fechas todavía más recientes? La república instaurada por Ataturk tiene en su haber un Estado laico y democrático, en el que la mujer -por poner un ejemplo- accedió de golpe a una serie de derechos que todavía le estaban vetados en la mayor parte de Europa. Si los principios de esa revolución -despectiva y tontamente calificada con frecuencia de formal- se hubieran mantenido en pie, hoy Turquía no iba a tener más problemas para ingresar en la UE que los que en su día tuvieron países como Grecia, Portugal o España. Pero el caso es que de unos años a esta parte esos principios están siendo abandonados con la misma velocidad con que el uso del velo -prohibido aún en los actos oficiales- prolifera en la calle. La pobreza se lo pone fácil a los islamistas, para quienes la corrupción sólo merece tal nombre cuando son otros los que la practican. Y es la conciencia de esa creciente re-islamización de la sociedad turca lo que se trasluce en la opinión pública de Alemania, Francia, Holanda o Inglaterra cuando se le sondea acerca del eventual ingreso de Turquía en la UE.
La ecuación se plantea en los siguientes términos: si en Turquía el Estado laico no cesa de perder terreno, ¿qué pasaría con sus ciudadanos una vez integrados en una Europa laica? La evolución de otras sociedades musulmanas encuadradas en una estructura formalmente laica -Palestina, Siria, Irak, el Egipto nasserista- no es precisamente alentadora. Carece de sentido que en Europa aún haya quien pretenda que el velo es una moda -algo que nadie pretende en los países islámicos- y no una manifestación de sometimiento. Algo en modo alguno comparable a la toca de las monjas o al turbante de los sijs. Si en Inglaterra se ha establecido recientemente esta comparación ha sido en aras de lo políticamente correcto, no del significado real de las cosas; también allí se han puesto sobre el tapete los problemas planteados por la poligamia desde el punto de vista del derecho civil, como si en un país de la UE hubiera que acabar aceptando la poligamia en determinados casos, por principesco que sea el origen del interesado. Vale la pena recordar que una joven palestina fue tiroteada -y muerta- hace pocas semanas por ir a la playa con su novio en la franja de Gaza. Y que en El Cairo una estudiante fue asesinada por sus padres al saber éstos que una vez en la calle se quitaba el velo. Vamos, por no seguir la moda.
Imaginemos por un momento que en los años previos al ingreso de España en la UE se hubiera producido en nuestro país, de forma totalmente espontánea, un amplio movimiento de retorno a los valores tradicionales cristianos: misa dominical, siete primeros viernes de mes, confesión y comunión lo más frecuentes posible, rosario en familia, exaltación de la virginidad, largos noviazgos con carabina, ejercicios espirituales, sacrificios voluntarios, ayunos y abstinencia y, por qué no, restablecimiento de la censura eclesiástica que evitara publicaciones inconvenientes, así como algunas modificaciones en el Código Penal que tipificaran como delito el adulterio, paso previo a un ansiado restablecimiento del Tribunal de la Inquisición para todo comportamiento contrario a la fe y las buenas costumbres. ¿Nos hubiera aceptado Europa? Pues un rumbo equivalente al descrito es el que parece haber emprendido la sociedad turca, al margen de los ajustes legales de conveniencia introducidos por el actual Gobierno moderado. ¿Se avendría a variar ese rumbo el pueblo turco una vez Europa le abriera las puertas o, por el contrario, llevaría sus costumbres tradicionales recién recuperadas hasta allá donde fuera a establecerse? Lo opuesto, por poner un ejemplo, a lo sucedido en Nueva Orleans, donde Bush ha reaccionado ante una catástrofe natural como si de un atentado terrorista se tratara. Ahí el problema es Bush, no el pueblo americano, mientras que en el caso que nos ocupa todo parece indicar que el Gobierno turco actúa con una discreción que dista mucho de ser compartida por el pueblo.
Una pequeña parte del territorio turco pertenece geográficamente a Europa. Históricamente, todo él estuvo vinculado al pasado europeo a través de Grecia, Roma y Bizancio, hasta que, tras la caída de Constantinopla, se convirtió en una pesadilla. Nada de todo ello ha de ser obstáculo para que las relaciones entre ambas partes sean óptimas. Pero una cosa es ser vecinos y amigos y otra, mucho más problemática, fundirse unos y otros en un todo. Europa no es una ONG ni tampoco un club distinguido al que haya que pertenecer a toda costa. Hay países muy próximos culturalmente, como Canadá o Argentina, a los que ni se les ha pasado por la cabeza solicitar la admisión. Una proximidad que, en el caso de Turquía, no hace sino desvanecerse más y más. De ahí que la eventualidad de su ingreso represente un dilema para los ciudadanos europeos. Pero también lo es -o debiera serlo- para los turcos.
Luis Goytisolo es escritor. Hoy en ELPAIS.es:Los lectores pueden expresar su opinión y votar en la edición digital si Turquía debe entrar o no en la Unión Europea.
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