Dos mundos

A los cuartetos les pasa como a casi todo el mundo, que los hay más simpáticos y menos, con tirón inmediato o no tanto. Los húngaros del Keller corresponden a la tipología de los serios, ni siquiera poseen un primer violín que vuele solo de vez en cuando y remonte esa cohesión que es exigible a cualquier formación de su especie pero de la que siempre se espera un destello luminoso. Y precisamente esa luz es lo que faltó en los dos cuartetos de Mozart, los K170 y K428. El primero adoleció de cierta grisura, faltó flexibilidad y lo pimpante de su discurso quedó atenazado por la pura mecánica. El segundo se benefició de una lectura discutible pero, al menos, personal -el trío del Minuetto, por ejemplo-.

En el Cuarteto número 1 de Bartók entramos en el mundo propio del Keller, que tiene grabada la integral de su compatriota con resultados sobresalientes. Y aquí no defraudaron en absoluto. Extrajeron de la obra esa modernidad a veces un tanto adusta que atesora y tradujeron sus aspectos rítmicos, su poso popular, sin caer nunca en la estampa, siempre peligrosa. Fue una lectura seria y hasta seca, pero dotada de un armazón interior irreprochable. Ahí sí que se aclararon las cualidades de una formación que no destaca por nada especial, pero que supo lucir ese equilibrio igualmente claro en Mozart, pero que en el salzburgués aparecía más como un lastre que como una virtud. El público estuvo frío, pero era lo natural ante la propuesta del Keller.