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Columna
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Vagido

JULIÁN BO, recién cumplidos los 60, acaba de morir y, mientras se celebran sus fúnebres exequias, permanece, junto al río, a la espera de que el barquero le pase a la otra orilla del más allá. Entretiene su angustiosa espera, enhebrando un perplejo monólogo, al que trata de incorporar al barquero, para ordenar en su alma quién ha sido y en qué ha consistido su existencia. Mientras tanto, su aturdida mujer, Inmaculada, de 52 años, antes de acudir al tanatorio se encuentra en su domicilio, aún vencida por la modorra tras un ligero sueño, con un extraño personaje, Leonardo, que se presenta como un coleccionista de almas y es el mismo diablo, muy interesado por hurgar en la vida que ha llevado con el difunto. Simultáneamente con lo anterior, los amigos y parientes de Julián ramonean en el tanatorio, a los pies del muerto, haciendo cháchara. Aún más: los personajes de ficción predilectos del finado, a lo que parece un ávido lector, le increpan por la contradicción entre sus sueños y la realidad por él vivida y, sobre todo, porque fatalmente los abandona.

Este haz de planos trenzados, durante una jornada, es el cedazo argumental de la última novela de José María Guelbenzu, Esta pared de hielo (Alfaguara), en cuya cubierta se reproduce muy oportunamente el elegiaco cuadro Paisaje con tumbas, de Caspar David Friedrich, un horizonte crepuscular de extensión infinita, donde la franja de tierra del primer término, un cementerio, con una tumba recién abierta, se rompe con las diagonales simétricamente contrapuestas de una pala clavada en el suelo y una cruz de madera. La realidad humana cabe, a la postre, en el exiguo trozo de terreno de un hoyo hecho a medida, pero, ¡ay!, sin olvidar la inmensidad cósmica de su inabarcable trasfondo.

¿Qué es lo que podemos captar de estos simultáneos susurros, grabados en un registro de cuatro bandas, que forman parte del polifónico concierto El expirante sonido de la vida? La múltiple instrumentación de lo que resulta una sola voz, el último suspiro de la conciencia. Según avanza el relato, la algarabía de notas rotas y discordantes se van ahormando con progresivo sentido, que resulta ser el primer vagido de la inocencia, el inarticulado grito del infante -etimológicamente: "el que no sabe hablar"-, que celebra su ingreso en la vida, todavía lejos de que las palabras le ilustren de sus muchas culpas.

Es, digamos, apasionante que un artista de las palabras hurgue en su envés hasta desnudar el silencio de la existencia, no sin antes haber dado altavoz coral al Mundo, al Demonio y a la Carne y su ruidosa batahola de viento y percusión. El silencio de una sola imagen: la fotografía de un niño descalzo, víctima de la inanición, que se tumba en una acera del gueto de Varsovia. El regreso del difunto Julián Bo a la inocencia es una trágica constatación del más acá de la vida, cuando descubre que la inocencia es lo único que nos proporciona felicidad y, sobre todo, que es "otra forma de conocimiento". "Esto es lo que aprendí demasiado tarde", se dice Julián haciéndose el último repaso, "lo que me inclinó a la tristeza, lo que me dejó sustancialmente solo". Toda la realidad cabe en este pequeño agujero, que enlaza el último suspiro con el primer vagido, de semejante eco cristalino.

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