Límites
España es una nación de naciones. Como formulación retórica, la expresión es de largo uso y ha sido utilizada a conveniencia, haciendo recaer el acento sobre la primera o la segunda de las palabras según la intención de quien la usaba. Acomodaticia, aparentemente inocua, venía a ser la formulación política de otra expresión proverbial que le ha acompañado a uno desde que tiene uso de razón, la de la riqueza y variedad de los pueblos de España, un capital que marcaba un plus del que pocos países podían alardear.
El franquismo no abandonó la fórmula, sino que la cultivó en el marco de un regionalismo formal que anticipaba ya el café para todos. Murcia y las Vascongadas bailaban de forma diferente, pero esos bailes, en definitiva, tenían el mismo valor. Multilateralidad de segundo nivel, que tanto fastidiaba ya a los nacionalistas, quienes siempre buscaron señalar su diferencia en relaciones bilaterales del nivel más alto: la variante murciana no era comparable a la diferencia vascongada o la catalana, pese a que se las equiparara injustamente. Triquiñuelas de un tradicionalismo que marcó nuestras mentes y sobre el que pivotó nuestro pensamiento político, si es que algo que merezca tal nombre llegó a conformarse alguna vez sobre semejante pañizuelo. Las novedades, digamos que las ideologías que vinieron a añadirse, siempre tuvieron que pagar esa franquicia neotradicionalista, y en esas seguimos. No es de extrañar que la identidad siga siendo el tema obsesivo del país europeo que seguramente mejor cuida las diferencias: las cuida, las potencia y las inventa. Y nuestra democracia sigue inundada de ese pestiño tradicionalista, por más que hoy se le ajuste, precisamente a eso, el vestido de la progresía. Pura resaca postfranquista.
La identidad sigue siendo el tema obsesivo del país europeo que mejor cuida las diferencias
Por supuesto, ya no se trata de juegos y danzas, sino de fundamentar mecanismos de poder, para lo que las diferencias requieren una consolidación política. Que Cataluña sea una nación no pasa de ser un deseo, incluso para los nacionalistas, que tanto lo pregonan. Si tan seguros estuvieran de que lo es, se conformarían con el hecho y su cultivo -es decir, con serlo- y no se esmerarían tanto en conseguir aquello que saben que es justo lo que le falta para alcanzar ese estatus: el Estado. De ahí que entre ser catalán y ser catalán haya sus diferencias, como las hay entre ser vasco y ser vasco.
Una cosa es el ser en sí y otra el ser para el Estado. A este último hay que moldearlo, conformar su voluntad, y cualquier instancia es buena para ello, hasta la victoria final. Y es que la voluntad, la subjetividad, es en definitiva -y más allá de los juegos y danzas- la prueba del algodón de la cuestión nacional. Si mayoritariamente nos sabemos nación, lo somos; lo que en la práctica se convierte en la fórmula de que si nuestras elites políticas lo creen, así será. Son ellas las que entienden del poder, y esto es una cuestión de poder.
Bien, Cataluña es una nación y España una nación de naciones. No parece que nada ni nadie vaya a librarnos de la fatalidad de ese destino y quizá haya llegado el momento de decir y a mí qué me importa. Por salud mental y para quitarnos de una vez esas gafas que todo lo enturbian. Se trata de mirar y de pensar con otros objetivos y de ser conscientes de lo que estamos perdiendo en ese juego. De que quienes pierden ante nuestra hipotética ganancia no son los otros, es decir, ese resto proteico que cambia de forma según desde donde se le mire y que es España, sino nosotros. Y perdemos nosotros precisamente porque se nos obliga a ser nosotros, allí donde quisiéramos y debiéramos decir yo. Un nosotros, además, cada vez más empequeñecido, limitado, ficticio y constreñido en su propia naturaleza.
Me observo en tanto que nosotros y juzgo en tanto que tal, en una huida progresiva hacia un centro que me reconozca. Ese es el inconveniente de la España plural, que, lejos de serlo, corre el peligro de convertirse en un conglomerado de centros de reclutamiento. Miren, yo soy vasco porque aquí me nacieron y aquí habito, y me gustaría disfrutar de la comodidad de serlo, que no es otra que la comodidad de ser yo mismo con todos los adjetivos que otros quieran añadirme, adjetivos que yo no los busco porque mi identidad no es plural, como si fuera un bazar, sino única. Y tanta pluralidad, la verdad, empieza a hacerme sentir incómodo y a ponerme en peligro.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.