Salamanca: Consensos y Agendas
En unos días Salamanca será la sede de la XV Cumbre de Jefes de Estado y Gobierno de Latinoamérica. A la cita se llega con un balance que no se compadece de las expectativas creadas en 1991 en la Cumbre de Guadalajara (México). Allí el optimismo de la ola democratizadora y las promesas de prosperidad asociadas a las reformas "estructurales" parecían que iban a paliar los problemas económicos y sociales que la región ha sabido acumular a lo largo de los siglos. Entonces, el destino manifiesto de los latinoamericanos parecía convertirse en un modelo de globalización para el resto de las economías emergentes, pero lo que ha ocurrido es que Latinoamérica ha perdido peso económico -algunos dicen que también político- en la economía global y sólo ha sido capaz de reducir en cuatro puntos porcentuales -hasta un escalofriante 44%- el porcentaje de su población que vive por debajo del umbral de pobreza. Con esta magra cuenta de resultados no puede sorprender que el 47% de los latinoamericanos esté dispuesto a aceptar recortes de sus derechos políticos a cambio de que el Gobierno solucionase sus problemas económicos. Es un escaso caudal de confianza para hacer frente a la debilidad de sus instituciones, a la corrupción y a la seria amenaza que supone el narcotráfico y la guerrilla.
Visto así no hay duda de que algo lleva mucho tiempo fallando. La cuestión es que el "fracaso latinoamericano" lamentablemente devora las historias de éxito que también se están produciendo en algunos países de la región. La renta per capita ajustada por poder de compra de mexicanos y brasileños no es muy distinta hoy a la que disfrutábamos los españoles el año de nuestra entrada en la UE, momento identificado con el salto adelante de la sociedad y la economía españolas. Chile juega en la liga de las economías más dinámicas, abiertas y competitivas del mundo, y sistemáticamente está por delante de los países más desarrollados en las clasificaciones de calidad institucional política o económica. Y estos tres países representan el 65% del PIB de Latinoamerica.
La maldición latinoamericana no existe. Lo que existen son problemas graves, con soluciones que exigen perseverancia en las políticas e inteligencia para aprender de los errores propios y ajenos, recientes e históricos. La Cumbre de Salamanca es una buena oportunidad para que los líderes y las sociedades civiles iberoamericanas reflexionen sobre esa capacidad y necesidad de aprendizaje. Se llega a la cita con la mejor situación económica de las últimas tres décadas: creciendo, con inflaciones moderadas, generando empleo, con las cuentas externas en superávit, sin atraso cambiario, con cuentas fiscales que propician la reducción de la ratio deuda/PIB y con fuertes crecimientos del ahorro y del crédito bancario.
Quienes conocen la región saben que estos logros no son el resultado de ortodoxias impuestas, sino del proceso de aprendizaje de la región. Latinoamérica ha aprendido que la inflación es la forma más segura de empobrecer a una nación, y especialmente a sus ciudadanos más pobres. O que el déficit público no acelera la llegada de la prosperidad, sino que incrementa la vulnerabilidad del país y, con ello, amenaza la viabilidad a medio plazo de la extensión y la calidad de la oferta de bienes y servicios públicos. Los países de éxito de la región han convertido en agendas nacionales los elementos rescatables del denostado Consenso de Washington. Y en este caso, el sueño de la racionalidad económica no ha creado monstruos, sino mejores condiciones para asentar el crecimiento sostenido y propiciar una mayor competencia y alternancia política. Es decir, más democracia. Ciertamente lo logrado es insuficiente, pero no es un mal balance. Sobre todo cuando se compara con lo objetivamente logrado por quienes han seguido apostándole a la heterodoxia.
Hay nuevamente una historia que contar al mundo. Ojalá que en Salamanca, los líderes comiencen a escribirla haciendo posible la relegitimación de la política. Todos lo necesitamos.
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