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Columna
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Amor subterráneo

Todo este rollo de que Madrid no tiene identidad, no es moderna, bella ni práctica ha incitado a los políticos a remodelarla, reestructurarla, remaquillarla. Han decidido que las calles no podían conservar su enjuta fisonomía, las avenidas sus vastos perfiles, las circunvalaciones sus castas cinturas. Por el bien de Madrid se ha desatado una cirugía total que no sólo ha deformado el rostro de la urbe mientas incide el bisturí de las tuneladoras y se aplican torniquetes circulatorios, sino que cuando se retire la cataplasma de los andamios y los plásticos emergerá una nueva cara que no reconoceremos.

A principios de verano Madrid estaba siendo dramáticamente intervenida en 96 puntos. Las reformas urbanísticas no respondían a un lifting o a la corrección de una deformación puntual, sino a una metamorfosis integral. Madrid no está intentando acicalarse o retocarse, sino mutar, dejar de ser la que era, esa ciudad por la que los madrileños jamás hemos sentido un incondicional apego o embelesamiento, la hermana fea de Barcelona.

Desde que Agustín Rodríguez Sahagún construyó el paso subterráneo de Cartagena y el túnel de Cristo Rey, esta ciudad lleva 16 años tumbada en el quirófano de los alcaldes. Sin embargo, los madrileños no hemos incrementado nuestro aprecio por la villa, no la hemos reconocido significativamente rejuvenecida y accesible, y la sensación de provisionalidad en su aspecto nos ha impedido terminar de evaluarla, de apreciarla como a una mujer lista para una fiesta o a un motor puesto a punto. Las obras se han reducido en un tercio respecto a las candentes en junio, pero Ruiz-Gallardón ya está afilando su tijera de plata para cortar nuevas cintas el año que viene.

Madrid es un perpetuo proyecto cuya desesperante continuidad ha borrado cualquier atisbo de ilusión y esperanza en los ciudadanos. Casi nadie acepta las obras con el consuelo de un porvenir mejor, más cómodo y atractivo. Entre otras cosas, porque no existe un plan de concienciación del ciudadano, unos grandes y estimulantes dibujos en cada una de las brechas que ilustren la venidera recompensa a los atascos y las trabas peatonales. Al menos un triste cartel de "Disculpen las molestias". El Ayuntamiento y la Comunidad se esfuerzan en promocionar el vanguardismo de la capital, ya no sólo ante los turistas, sino frente a los madrileños, ignorando que hoy la auténtica complicidad con los ciudadanos no se basa en involucrarnos en un grandioso plan de futuro, sino en solidarizarse con la penuria urbanística que padecemos.

Todas estas obras, que han llevado a Izquierda Unida, Comisiones Obreras y UGT a declarar la ciudad "zona catastrófica", en lugar de acentuar nuestra devoción por una top city, han conseguido que nos identifiquemos más que nunca con este Madrid presente y herido, con su cuerpo doliente en vez de con su espíritu prometedoramente redimido. El problema de unión entre los madrileños y nuestra tierra, que los políticos achacaban a los conflictos con el tráfico y la ausencia de glorietas con fuentes, resulta que se ha solucionado. Pero no con la propuesta de una ciudad más grata, sino lacerándola con ese fin. Atascados por zanjas que permanecen semanas abiertas, desinformados respecto a la razón de nuestros colapsos circulatorios, no odiamos Madrid sino que nos sentimos más Madrid que antes. Ahora somos verdaderamente parte de este organismo agredido y expectante. Las dentelladas en el asfalto y los cortes en las calzadas nos afectan como nunca, nos duelen como si la taladradora horadase nuestra piel, nuestros horarios, nuestras vidas.

Parece que los gobernantes del PP creen que tendremos más simpatía por la metrópolis organizando mundiales de ciclismo en una ciudad abierta en canal, sin asimilar que lo único que consiguen es que les terminemos de odiar a ellos y a las bicis de colores. Piensan que nos reconoceremos satisfechos y orgullosos de su gestión y del renovado Madrid cuando todas estas intervenciones urbanísticas acaben (si es que alguna vez lo hacen), sin entender que es en estos momentos, cuando nos sentimos tan maltratados como el propio subsuelo, cuando más cercanos estamos a la villa.

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No obstante, los ciudadanos sí hemos comprendido algo, que la esquiva filiación con Madrid no había que buscarla en la figura de una madre o una novia, sino en un compañero de trincheras.

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