El modelo europeo de sociedad
Cada seis meses un Estado miembro, por rotación, asume la presidencia de la UE y elige en algunas ocasiones un tema en torno del cual van a polarizarse las principales actividades del semestre. El 1 de julio de este año Tony Blair anunció que el Reino Unido iba a consagrar una atención especial a la Europa social, lo que no dejó de sorprender por la conocida alergia de los británicos a la dimensión social de la construcción europea y que, en octubre de 1989, fueron el único país de los Doce que se negó a firmar la Carta Social, lo que obligó a incorporarla en forma de Protocolo al Tratado de Amsterdam. La decisión del Reino Unido no se debió a una conversión milagrosa a la problemática europea del empleo y la seguridad social, sino a la voluntad de cerrar la puerta a las dos grandes cuestiones pendientes, el presupuesto y la Constitución, ocupando el terreno con otro tema de gran calado que funcionase como una incuestionable coartada. Un Consejo informal de jefes de Estado y de Gobierno previsto para los días 27 y 28 en Londres entrara, pues, en el disputado espacio de la Europa social, aunque las conocidas reticencias sociales de su convocante y la escasez de resultados del seminario que sobre este asunto acaba de organizar la Comisión hacen augurar logros escasos o nulos.
Y, sin embargo, los referendos de Francia y Holanda han puesto de relieve que el antagonismo que existe en Europa entre, por una parte, el liberalismo económico como la vía más segura de promover el crecimiento y crear riqueza y la necesidad y la urgencia, por otra, de asentar el modelo social europeo, son una de las grandes líneas divisorias entre países y formaciones políticas. La dificultad de mantener los parámetros y las pautas de ese modelo (niveles aceptables de empleo, eficacia en la atención sanitaria, pensiones y, en general, un grado de welfare satisfactorio) frente al imperativo, que Estados Unidos desprecia, de no agravar los déficit públicos y de reducir el endeudamiento de los Estados es quizá el problema mayor con el que se enfrentan los países europeos, todos ellos instalados en un sistema de capitalismo financiero que la globalización ha convertido en casi intocable. La respuesta más habitual de los Gobiernos liberal-conservadores e incluso de los social-liberales es incrementar la fiscalidad indirecta y reducir la directa, respondiendo al credo hoy dominante de que el mayor beneficio de las empresas y la disminución de sus impuestos son el medio más seguro de crear empleo. La reciente campaña electoral de Merkel ha estado basada en esta premisa, que comparte con la mayor parte de los Gobiernos europeos, incluyendo la tercera vía de Blair. Premisa que contradice directamente los contenidos del modelo social europeo. Ahora bien, las propuestas de este modelo no pueden funcionar si no se inscriben en un contexto más amplio, el llamado modelo europeo de sociedad, que incluye un conjunto de instituciones y de prácticas mucho más determinantes para impulsar el desarrollo económico y relanzar el empleo que el aumento de beneficios de las empresas. Entre ellas, los sistemas de educación y formación, el nivel científico y técnico, la organización de la producción y los mecanismos financieros constituyen los vectores principales de este modelo más amplio pero con especificidad diferencial suficiente. Lo que no impide que dentro de Europa aparezcan una serie de submodelos estudiados por Esping-Andersen (1990 y 1999): submodelo social-liberal (anglosajones), social- democrático (Escandinavia), conservador (algunos Estados de la Europa continental), familiar (países sureuropeos). Esta multiplicidad de submodelos no mella su capacidad de diferenciación con la de otras áreas civilizatorias, como la norteamericana, la asiática, etcétera, función no sólo de sus distintos sistemas de organización económica y de protección social sino de sus diversos valores culturales que la UE ha recogido en sus principales tratados y que son el soporte de su modelo de sociedad.
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