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Reportaje:UN ARTE DE HOY

En busca de un nuevo repertorio

No es fácil explicar las características del fenómeno de la ópera contemporánea sin esbozar, al menos, algo de las intrincadas relaciones que ésta mantiene con su historia. Para empezar, el propio adjetivo "contemporáneo" es tan equívoco aquí como en cualquier otro ámbito. Para muchos, la ópera contemporánea puede comenzar con el estreno y posterior éxito de Wozzeck, de Alban Berg, en los ya lejanos años veinte del pasado siglo. Pero lo más característico de cualquier cosa que denominemos así es que se trata de lo que viene después del derrumbe de un género que había dominado los gustos del público europeo durante tres siglos. En ese tránsito, los creadores habían empezado a sentirse incómodos con las convenciones de la ópera "de siempre", y lo mostraban con óperas de pequeño formato que parecían replicar al gigantismo de las wagnerianas, óperas sociales que llevaban más lejos el ámbito del verismo (último acto de la ópera italiana para todos los públicos), y óperas con la temida inclusión de lenguajes musicales renovadores, vanguardistas se decía entonces. Todo esto sucedía en las primeras décadas del siglo XX, donde se hacía de la necesidad virtud, ya que el desplome de la ópera venía alimentado por su sustitución en los gustos de masas por un nuevo medio como el cine y, en general, por la ampliación de los "límites del mundo" que precisaban públicos mucho más masivos que aquellos que podían asistir a espectáculos en directo. Después de todo, la misma crisis sacudió al teatro o al ballet.

En nuestro país, la idea de soñar una posible ópera contemporánea en castellano u otros idiomas estatales prendió tan fuerte que pasó por alto las fenomenales dificultades que tenía ante sí
Si la ópera contemporánea es algo, es experimentación, tanteo, prueba, especulación, fracaso, incluso. Como consecuencia, el mayor florecimiento se ha producido en espacios y formatos no habituales

Por tanto, es necesario comprender que la ópera era un juguete roto que los artistas heredaron en el siglo XX y a los que, por primera vez, se les permitía reinventarla, habida cuenta de que ya poco importaba. Sin embargo, roto y todo, era un juguete poderoso. Desde siempre, la ópera había sido la cara social de la música, y para un compositor situar su música en un escenario acompañada de un aparato visual y una determinada estructura narrativa era casi sinónimo de ser tomado en serio, de haber alcanzado una suerte de mayoría de edad. En consecuencia, la pulsión de hacer ópera (o cualquiera de sus sinónimos de los que "teatro musical" es el más general y elegante) ha sido constante y ha proporcionado algo así como un continente sumergido, ya que la producción de teatro lírico durante el siglo XX es hoy casi desconocida no ya para el gran público, sino incluso para el pequeño de la ópera de repertorio. Y es ésta otra de las grandes anomalías: si la ópera como gran género desapareció, su fenomenal inercia ha sido capaz de mantener una potente institución lírica al servicio principalmente de su Historia, y esa Historia (con hache mayúscula) se detiene en el punto en que empezó a decaer; todo lo que viene después o molesta o desorienta.

Por si todo esto fuera poco, la ópera tiene una vinculación decisiva con el idioma. Durante su periodo dorado, la ópera encontró en la lengua italiana un vehículo privilegiado con el que se identificó ante públicos de todas partes. Pero eso no obsta para que otras lenguas le disputaran ese monopolio prácticamente desde sus orígenes. Los intentos de crear óperas nacionales alcanzaron su cénit en el XIX, obviamente con los nacionalismos. Ya no eran sólo franceses, alemanes o ingleses los que propugnaban óperas escritas en su idioma: rusos, checos, húngaros, españoles, suecos, rumanos..., en fin. La ópera nacional se convirtió en un objetivo de política cultural; y si no podía ser ópera, se propugnaban géneros líricos más templados, opereta, zarzuela, singspiel, caracterizados por la mezcla del canto con la voz hablada, como más tarde haría el musical.

Cuando la ópera sucumbe ante los embates de la crisis burguesa posterior a la I Guerra Mundial y la llegada del cine, el camino queda expedito para que cada lengua nacional pruebe su suerte, pero a costa de añadir más problemas de comunicación a la crisis abierta. Luego llegaría otra guerra, la vanguardia y su dictamen de que la ópera era un género decadente y que estaba muy bien muerta.

El deseo de crear óperas de

nuevo, abandonando complejos, renace cuando amaina la pulsión vanguardista y algunos lo fechan en el difuso tránsito de la vanguardia al posmodernismo; lo que propondría el marco del último cuarto del siglo XX. Y aunque ésta pueda ser una fecha muy discutible, es magnífica para datar la incorporación española a la aventura por razones políticas obvias.

En efecto, en nuestro país, la idea de soñar una posible ópera contemporánea en castellano u otros idiomas estatales (sin perjuicio de otras experiencias lingüísticas) prendió tan fuerte que pasó por alto las fenomenales dificultades que tenía ante sí: había que crear un lazo entre música y lengua para el que la magra experiencia de la zarzuela no tenía ya la menor vigencia; había que partirse la cara contra problemas de lenguaje musical contemporáneo, bastante reñido con la melodía; y había que convencer al propio país y a sus famélicas instituciones líricas (las de los ochenta no eran las de hoy) de que tenían legitimidad, talento y cosas que decir.

La consecuencia de tamaña osadía ha sido que cada nueva producción operística se ha tenido que enfrentar a un síndrome curioso que apenas nadie se atreve a enunciar: cada título tenía que inventar la ópera española. Sólo la existencia de este síndrome explica que casi toda la producción operística de nuestro país en los últimos 25 años haya sido recibida, en general, con reconocimiento, se haya valorado el trabajo como globalmente bueno y, posteriormente, ninguna de estas óperas haya alcanzado los honores de la reposición o de quedar en la memoria.

Un buen ejemplo se encuentra en la dificultad de los grandes teatros españoles a la hora de hacer honor a los buenos deseos. Veamos algunos casos. El Teatro Real de Madrid se encontró con el encargo ministerial de una ópera (era aún una decisión política de los felices ochenta) para su inauguración. Pero cuando ésta llegó, en 1997, la ópera encargada, Divinas palabras, de Antón García Abril, fue relegada a un paquete inaugural del que la primicia era La vida breve, de Falla, que, a su vez, había sido víctima de una injusticia mayor 90 años antes. Luis de Pablo, que con cinco óperas es el gran nombre de esta aventura, ha tenido que "ajustar" lo que iba a ser un encargo del Teatro Real, El parque, a un formato de cámara y estrenarla en la Bienal de Venecia de este año (lo que sucederá dentro de unos días). El Liceo de Barcelona, por su parte, se lanzó con la ópera DQ Don Quijote en Barcelona, de José Luis Turina, sin duda, gracias a un conjunto de atractivos entre los que se contaba con el fuerte empuje de la Fura dels Baus; pero en vista de que tampoco aquí se "inventó" la ópera, los ardores han retrocedido y el compositor ampurdanés Joan Guinjoan ha penado casi doce años para estrenar su Gaudí en el teatro de Las Ramblas. El Teatro de la Maestranza, de Sevilla, aún no ha dado el paso, ni siquiera para acoger la citada producción de Turina y la Fura de la que eran colaboradores. El Teatro Real ha ido algo más lejos y estrenó la cuarta de Luis de Pablo, La señorita Cristina, y Don Quijote, de Cristóbal Halffter; tras lo cual parece que han hecho una pausa de la que se saldrá, se habla, con sendos encargos a Leonardo Balada y al joven José María Sánchez Verdú. En cuanto a otros horizontes, los teatros españoles más clásicos han mirado para otro lado y el flamante Palacio de las Artes de Valencia (que se inaugura dentro de dos semanas) no se ha pronunciado sobre tan enojoso asunto.

Pero si hemos hablado antes de

una producción muy abundante en los últimos 25 años, está claro que no se puede reducir a estas escaramuzas con los grandes teatros. Y es que si la ópera contemporánea es algo, es experimentación, tanteo, prueba, especulación, fracaso, incluso. Es más, constituye un mal método suponer que puede ser simplemente como la de siempre pero con un lenguaje musical actual, sea el que sea. Como consecuencia, el mayor florecimiento se ha producido en espacios y formatos no habituales. En los años ochenta, varias unidades del Ministerio de Cultura pusieron en pie una fórmula para estrenar óperas de cámara encargadas a jóvenes de entonces; con buen criterio, la escena elegida fue el viejo Teatro Olimpia de la plaza de Lavapiés de Madrid. Esta iniciativa, que tuve el honor de inaugurar en 1987, produjo además títulos de José Ramón Encinar, Alfredo Aracil, José García Román, Eduardo Pérez Maseda, Jacobo Durán Loriga, Manuel Balboa y Marisa Manchado; junto a ellos se estrenaron como libretistas escritores como Leopoldo Alas, Antonio Muñoz Molina, Clara Janés, Luis Carandell, Ana Rossetti y Rosa Montero. Una nueva crisis de confianza acabó con aquella aventura, pero el deseo persistió con fuerza y comenzó un peregrinaje que, paradójicamente, ha extendido aún más el entusiasmo. Así, los festivales con vocación contemporánea han ido acogiendo producciones en la medida de sus fuerzas, es el caso de Ensems de Valencia, las Jornadas de Música Contemporánea de Andalucía, el Festival de Alicante o incluso el recién llegado Festival Escucha, de Toledo, sin olvidar al Teatro de la Zarzuela de Madrid en días felices. En ellos se ha visto y oído producciones de compositores como César Camarero, Mauricio Sotelo, Enrique Igoa, Rafael Mira, Tomás Marco, Eduardo Pérez Maseda, Diana Pérez Custodio, David del Puerto, Juan Manuel Artero y otros. Nacen, incluso, festivales que convierten la idea misma del pequeño formato en protagonista, es el caso del festival Ópera de Butxaca de Barcelona que, además de realizar una gran labor de producción, el año pasado acogió a la organización internacional NewOp en su encuentro anual y donde se pasó revista a problemas y propuestas de todo tipo realizadas en varias ciudades de buena parte del mundo, ya sean secciones de investigación de teatro líricos de gran formato o iniciativas independientes que trabajan por el desarrollo de un teatro musical liberado de las ataduras del gran presupuesto público. También se han creado productoras privadas, como es el caso de Acteón de Barcelona, que promueve con agilidad y valentía espectáculos de teatro musical. Incluso, algún gran festival clásico (citemos a Peralada, que tendría menos compromisos que otros totalmente públicos), que intentan encontrar vías para la creación lírica.

De todos modos, la mayor parte de los compositores buscan la alternativa de un espacio no dependiente del gran teatro de ópera y sus desesperantes reticencias hacia lo nuevo. Recientemente, un destacado compositor catalán me afirmaba: "Yo no pido que se haga ópera actual en el Liceo, pido otro teatro para la ópera nueva". Esta idea busca su camino en otras latitudes y recientemente la organización Músicadhoy acaba de lanzar su propuesta de Óperadhoy, ellos son los responsables del desembarco en la Bienal de Venecia de tres títulos españoles y también lo son del reciente estreno en el Teatro de la Abadía de Madrid de La noche y la palabra, de José Manuel López. Y mientras encuentran el deseado nuevo espacio han concertado con el Teatro Español de Madrid una nueva aventura para la próxima temporada en donde se espera la ópera que prepara Jesús Rueda. Por su parte, el Teatro de la Abadía, donde empezó Óperadhoy, se ha comprometido con la Orquesta de la Comunidad de Madrid y prepara dos óperas, Don Quijote, de Tomás Marco, que encargó la Sociedad Estatal de Conmemoraciones, y la segunda ópera de Eduardo Pérez Maseda, La aparición (Bonhomet y el cisne), estrenada en el Festival de Alicante de 2003 en versión de concierto.

Toda esta relación no agota el

impulso con el que los compositores españoles se han agarrado al cuello de ese auténtico caballo desbocado que es la ópera hoy; hay muchas más iniciativas y no pocos espectáculos mixtos o cruzados en los que la escena es lugar de encuentro de la música, la palabra y la acción. Pero la ópera, ¡ay!, necesita del público, incluso la contemporánea o la que se llama así a título experimental. Y encontrarse con el público en situación de precariedad, tanto conceptual como de medios, no es sencillo; y mucho menos en un contexto como el actual en el que se vive una crisis cultural pero no sabemos por qué. El deseo de los artistas por batirse en este campo parece garantizado, por tanto sería bueno que pudiera atenuarse tanta incredulidad como existe en no pocos despachos líricos ante una experiencia artística que si molesta lo hace para curar, regenerar y, quizá, para reinventar la ópera.

Representación de la ópera 'Gaudí', del compositor catalán Joan Guinjoan, en el teatro del Liceo barcelonés.
Representación de la ópera 'Gaudí', del compositor catalán Joan Guinjoan, en el teatro del Liceo barcelonés.CARMEN SECANELLA

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