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Columna
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Sopa

UNA NOCHE de fin de año en el Japón actual un guía local, de nombre Kenji y de 20 años, trata de explicar a un turista americano, llamado Frank, que dice tener 35, el significado de las tradicionales 108 campanadas del nuevo año. Según afirma Kenji, los malos instintos, llamados por el budismo con el término bonno, son connaturales al ser humano, que se halla radicalmente madou; o sea: perdido. La variedad de estos malos instintos, que afectan más a las emociones que al intelecto, llegan a sumar 108 especies diferentes, y "las campanas repican todas estas veces para liberar a quienes las oyen de cada uno de ellos". Nada, en principio, de especial tiene en sí este conjuro lustral al comienzo de un nuevo año, con la salvedad de que, en el caso que nos ocupa, narrado en la novela Sopa de miso (Seix Barral), de Ryu Murakami, el joven guía se lo cuenta a un brutal asesino en serie, que, poco antes, ha matado a media docena de personas delante de él y todavía no sabe si él mismo será la próxima víctima.

También en el Japón actual, una joven estudiante de clase media, llamada Lui Nakazawa, entra en una simultánea relación erótica con dos jóvenes marginados de su misma edad, Kazunori Amada y Kikuzi Shibata, cuya estrecha mutua amistad se basa en los monstruosos tatuajes y piercings que portan. Uno de ellos, Amada, tiene una lengua bífida, lo que ha logrado ensanchando progresivamente el anillo que llevaba en la lengua, y, además de otros múltiples piercings, se ha hecho grabar en la espalda un tatuaje enorme con un dragón y un kirin con las patas delanteras levantadas; el otro Kikuzi, con sus correspondientes perforaciones a cuestas, es un experto en hacerlas y tatuar. La adolescente Lui se siente fascinada por esta extraña pareja y, al hilo de su simultánea relación erótica con ellos, también se somete a perforaciones y tatuajes cada vez más audaces, violentos e irreversibles. "Me preguntaba", afirma Lui, personaje de la novela Serpientes y piercings (Emecé), de Hitomi Kanehara, "si modificar mi cuerpo de este modo podría ser considerado como un insulto hacia Dios, o como un gesto egocéntrico. Pensé que siempre había vivido sin poseer nada, sin preocuparme de nada y sin sentirme culpable de nada...".

Tras realizar un viaje a Japón en 1955, el filósofo hegeliano francés, Alexandre Kojève, admirado por la persistencia de ciertos ritos y costumbres ancestrales en un país súbita y violentamente modernizado, afirmó que quizá estaba equivocado al pensar que el hombre poshistórico debía responder al modelo unidimensional de estadounidense. Es cierto que él murió antes de conocer que Mishima y Kawabata, dos de los mejores escritores japoneses del siglo XX, se habían suicidado. Tampoco en su época se hablaba de "globalización" o de "ingeniería genética", ni aún se había hecho popular las muy diversas formas de autolesionarse características del llamado body-art. Pero, al menos, intuyó algo acerca de que el paisaje futuro tendría un cierto parecido con la composición de una sopa de miso.

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