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Columna
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Memoria del cazador

Era el perseguidor infatigable, inasequible, terco como el deseo terco de justicia. Un cazador sin sueño. Sin teléfonos móviles y sin ordenadores, con unas cuantas mesas de oficina, varias sillas, unos simples armarios y unos archivos que parecían carecer de fondo, rodeado de millares de fichas, en un sencillo piso de algo más de cien metros cuadrados situado en la localidad austriaca de Linz, un judío llamado Simón Wiesenthal se convirtió, durante más de cincuenta años, en el azote de los criminales nazis que después de la guerra, una vez acabada la pesadilla que protagonizaron en nombre de la patria y de la sangre y del pueblo alemán, se volatilizaron por Europa y América, en la inmensa Argentina o en la pequeña y acogedora España del franquismo.

Wiesenthal falleció la semana pasada a los 96 años. No pudo celebrar su centenario. Tampoco consiguió dar caza a algunas piezas del bestiario nacionalsocialista especialmente crueles, como el doctor Aribert Heim, que usaba las cabezas de los chicos judíos como pisapapeles encima de su mesa de despacho. Pero los frutos de su obstinación no fueron desdeñables: en todos esos años de pesquisas Simon Wiesenthal logró llevar al trullo, a la picota o a los tribunales a más de mil nazis ocultos, a menudo instalados en una vida cómoda, apacible y burguesa, rodeados de hijos y de nietos. A él debemos la captura, en 1960, de uno de los inspiradores de la llamada solución final, el siniestro Adolf Eichmann.

Su vida fue una larga cacería, quizás porque sabía (y no olvidaba) lo que de veras significa ser presa. Recorrió en cuatro años una docena de campos de exterminio, pero no perdió el tiempo ni la vida que intentaron quitarle. Y muchísimo menos la memoria. Salió de aquel infierno con apenas cuarenta y cinco kilos, pero con el cerebro convertido en un inexpugnable disco duro atestado de datos. Wiesenthal apuntaba en su libreta de paciente ornitólogo los nombres y las señas de todos los verdugos que se fueron cruzando en su camino. Cumpliría su vida como caza nazis. Se convirtió, de una manera u otra, en el verdugo de sus propios verdugos. Todos y cada uno de los días de su vida posteriores al holocausto nazi los dedicó a buscar, como él decía, "justicia, que no venganza". Es una historia triste y admirable la de este hombre. ¿Qué podría haber sido Simon Wiesenthal si a un demente llamado Adolfo Hitler no le hubiera seguido una nación entera demenciada por el poder hipnótico del mito y del resentimiento? Quizás no hubiese sido más que un gris ciudadano, ¿quién lo sabe? Pero él no quiso resignarse a ser eso, a simplemente ser un ciudadano, una víctima más de la barbarie. Se quiso convertir en el perseguidor, en el más infatigable cazador de canallas que ha conocido el viejo siglo XX.

"Justicia, que no venganza". Es lo que Simon Wiesenthal decía. No creo que leyese (o que tuviese tiempo de leer) a Epicuro. La justicia para él (para Epicuro) es la venganza del hombre social. De la misma manera la venganza (nos enseña Epicuro) es la justicia del hombre salvaje. Si nuestra lamentable humanidad hubiese cultivado el jardín de Epicuro, me barrunto, nos hubiésemos ahorrado muchas calamidades. Pero Epicuro es un desconocido al que, de vez en cuando, disfrazan en los anuncios de colonias o en las revistas de gastronomía.

El viejo Simón Wiesenthal pertenece sin duda a la genealogía dantesca. Tendrá también un puesto de privilegio en la historia universal de la infamia (él será el cazador de los infames). Pero la infamia es tan contaminante, me temo, como el plutonio radioactivo. ¿Cuándo prescribe la infamia? ¿Quién y cuándo determina sus límites? Odia el delito, pero compadece al delincuente, predicaba Concepción Arenal. Quizás el enunciado resulte algo ingenuista. Un asesino no es un delincuente, es verdad. Hay delitos y delitos, es cierto. Pero en toda esta historia de la justicia eterna hay un punto de fuga. Es importante la memoria histórica. Es necesario no olvidar nunca el qué. ¿Pero es preciso atormentarnos con el quién de por vida? En España, el presidente de la Asociación de Víctimas del Terrorismo anuncia una campaña de visitas a los cementerios donde duermen los muertos por ETA. También busca justicia. Por ahora, nadie habla del perdón, que es la última justicia.

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