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Columna
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'Formideibol'

La relación que se establece entre la fonética y la idea es semejante a la que en un horno de pan mantiene el panadero con la masa. Pero a veces las palabras traicionan a quienes pretenden servirse de ellas como oráculos. Fue lo que le sucedió la semana pasada a José María Aznar en la conferencia que pronunció en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York. Antes de entrar en harina, el ponente explicó que había decidido trasladar su lección magistral de la Universidad de Georgetown desde Washington a Manhattan, pensando en el aniversario del 11-S. En el mismo hotel Bush recibía a 170 líderes mundiales participantes en una cumbre de la ONU y conociendo los delirios de grandeza del jerarca de Quintanilla del Onésimo, nadie podría acusarnos de suspicacia por suponer que lo que pretendía nuestro ilustre orador era encontrar un lugar al sol de los focos como corresponde al hombre que reconstruyó el árbol genealógico de la patria para colocarse al lado de Carlos V.

Pero la realidad a veces se empeña en recortarle las mangas a la ambición y el hecho es que ninguno de los líderes presentes en la cumbre de jefes de estado acudieron a escuchar a ex presidente español y menos mal que no lo hicieron porque de ser así a estas alturas todavía estaríamos oyendo el claqué internacional de las risas.

Aznar leyó su intervención en inglés con dificultad. Se saltó el tema de América Latina, que era la materia sobre la que debía versar su conferencia, al terrorismo que era el asunto que le interesaba tratar para arremeter contra al gobierno socialista al que acusó de arruinar su legado: "Yo que situé la bandera española entre las de Inglaterra y EE UU...", llegó a decir, presa del mismo frenesí que un día le llevó a poner los pies encima de la mesa al lado de Bush. Durante toda la alocución empleó un tono de arenga que sólo se atreverían a repetir sin sonrojarse sus ventrílocuos Acebes y Zaplana. Pero el surrealismo alcanzó su punto culminante en el coloquio cuando algunos exiliados cubanos le hicieron preguntas en inglés como si quisieran contradecir su entusiasmo por la pujanza del español en el mundo. Aznar salió del atolladero como pudo, escondido dentro de sí mismo, como si de repente le quedara grande todo lo que en su discurso le venía pequeño, desde la Historia de España hasta el cuello de su camisa. Se puso nervioso, conjugó verbos inexistentes, tartamudeó, acuñó giros de cosecha propia, empleó adjetivos poco usuales como formideibol, derivados quizá de la costumbre de practicar idiomas en la intimidad y bajó la voz.

Afuera, en el cruce de la avenida de Lexington con la calle 48, reinaba un trajín de limusinas y agentes federales custodiando la cumbre de la ONU. Tal vez entonces el mandatario destituido, al volver la vista hacia los árboles de Central Park, tuvo un pensamiento otoñal por el olvido de aquellos a quienes consideró sus pares, pero ya se sabe que la erótica del poder sólo cotiza valores al alza y al tiempo le gusta alimentar las paradojas. La tarifa para asistir a la conferencia que ese mismo día pronunciaba allí Zapatero y en la que defendió la tesis de la Alianza de Civilizaciones se fijó en 3.000 dólares, mientras la cuota de la suya para sembrar cizaña contra su propio país apenas alcanzó los 75. Es el precio que se paga por alimentar las hostialidades que diría Groucho Marx.

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