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Columna
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El conflicto

Numerosos observadores y analistas de la realidad política vasca vienen subrayando desde hace tiempo la facilidad con que el lenguaje de la autodenominada izquierda abertzale viene siendo asumido sin ningún complejo por parte del conjunto del nacionalismo vasco y por los partidos que forman el gobierno de la comunidad autónoma. Se trata de expresiones que pretenden ser inequívocas, como "territorialidad", "soberanía", "capacidad de decisión", que supuestamente no necesitan explicación ni justificación, pues se presume que hasta el más tonto debe captar la precisión de su significado, pese a tratarse casi siempre de palabras de equívoco sentido y sujetas a múltiples interpretaciones. Una de esas expresiones mágicas, que al parecer no requieren debate ni matización alguna, es la que repite una y otra vez la existencia de Un Conflicto, de carácter nacional o identitario, cuyo reconocimiento es la clave para solucionar todos los problemas. La machacona insistencia en el mencionado Conflicto, con mayúsculas, tiende a organizar un totum revolutum entre la violencia terrorista y la llamada normalización política, entendida ésta como aceptación de las aspiraciones de una parte de la población -sin duda, muy importante-, y como superación de aquél. Se nos dice hasta la saciedad que la violencia no es sino una manifestación del conflicto y que, por tanto, aunque ETA fuera derrotada, aquél permanecería.

Aunque parezca obvio señalarlo, conviene recordar que los conflictos están presentes en todo tipo de relaciones sociales, concediendo cada cual a unos u otros distinta importancia según afecten a sus intereses, a sus ideales, a sus derechos, o a sus obligaciones. Convivimos con conflictos brutales como el que enfrenta a las mujeres con la violencia machista causante de tantas y tantas víctimas; conflictos lacerantes como el que soportan cientos de millones de personas a causa de la miseria, el hambre y la marginación, provocadas a la postre por el modo de vida que disfrutamos una pequeña minoría, entre la que estamos la mayoría de vascos y vascas; conflictos bochornosos como el que sufren miles de emigrantes que tratan de llegar a Europa en busca de una vida mejor, muriendo muchos de ellos en el intento; o conflictos históricos como el que opone al capital y el trabajo, origen de tantas tragedias a lo largo de décadas y décadas. Se trata de conflictos en los que están en juego derechos e intereses individuales, como el trabajo, la libertad, o la vida; pero también derechos e intereses colectivos como la igualdad entre hombres y mujeres, o los derechos laborales de la población trabajadora. Son conflictos que generan auténticos dramas, personales y colectivos. Conflictos que provocan la angustia más absoluta, aquella que impide siquiera conciliar el sueño.

No seré yo quien niegue la existencia de un conflicto político o identitario entre quienes desearían una Euskadi independiente y quienes prefieren otras fórmulas de autogobierno. Pero, desde la muerte de Franco, todavía no he conocido a nadie, ya sea nacionalista vasco o español, o no nacionalista, que sólo por la existencia de dicha controversia, haya perdido el sueño, el trabajo, los amigos o la vida. En cambio, conozco muchos que lo han perdido todo por causa de la violencia. Por supuesto que hay un conflicto en torno al futuro del autogobierno vasco, de la misma forma lo hay en Cataluña y en otros lugares, del mismo modo que hay otros muchos conflictos en nuestra sociedad. Pero con la diferencia de que estos últimos no pretenden ser resueltos mediante la violencia terrorista, la coacción o el chantaje. Y eso es precisamente lo que convierte todo lo relativo al terrorismo en El Conflicto con mayúsculas, ésa es la seña de identidad que lo diferencia de todos los demás.

Podemos marear la perdiz todo lo que queramos. Podemos discutir hasta el amanecer sobre algo tan subjetivo como la importancia relativa de unos y otros conflictos en la vida de la gente. Pero lo objetivo, lo real, lo diferencial, es la existencia de Un Conflicto, este sí con mayúsculas, distinto a todos los demás: el generado por la violencia terrorista, capaz de fraccionar y desgarrar la sociedad como ningún otro, pese al metalenguaje que pretende camuflarlo en el contexto de otros enfrentamientos presentes en nuestra sociedad.

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