Alfredo Ros
En cada lugar, en cada pueblo siempre hay algún personaje que encarna como ninguno la esencia del lugar. Son hombres o mujeres que llevan el amor a lo suyo hasta las últimas consecuencias. Idolatran como nadie esas señas de identidad que marcan la diferencia y las acomodan en su corazón. He conocido a muchos con ese singular amor propio y, créanme, les he admirado y me han despertado un enorme respeto.
Hace nada, apenas unos días, se nos fue uno de ellos. Lo supe por la prensa, al leer su esquela, la que le dedicaron como recuerdo y memoria todos aquellos colectivos a los que había pertenecido a lo largo de los años. Alfredo Ros era así de entusiasta y generoso. Estaba vinculado al deporte, a las fiestas locales, a la gastronomía, a la cultura alicantina, a las tradiciones más nuestras. Quienes le conocieron bien saben que el Hércules era su vida y su tormento, que la fiesta de les Fogueres de Sant Joan no van a ser lo mismo sin él, que la romería de la Santa Faz ha perdido a uno de sus más fervientes peregrinos, que el mundo de la restauración va a echarle de menos porque era allí, en su feudo del Restaurante Ros, donde tenía su casa, su corazón y su mundo.
Tuve el gozo y la suerte de tratarlo en muchas ocasiones. Pocos me han transmitido tanta cordialidad al estrecharme la mano y al regalarme la sonrisa perpetua que gastaba. Pero si algo me ha quedado especialmente de él es la experiencia que compartimos en enero del pasado año. Por esas carambolas del destino, él, Agustín Llorca y yo tuvimos el privilegio de ser reyes por un día. Encarnamos a sus Majestades de Oriente en la cabalgata de Alicante y, créanme, la felicidad nos desbordaba por todas las costuras. Recuerdo que Loli, la hija de Alfredo, padecía por él, por el golpe que la emoción podía propinarle a su delicada salud. Pero él, Alfredo Ros, fue el monarca Melchor más solemne y espléndido que jamás han visto mis ojos.
Lo recuerdo así y así lo dejo a buen recaudo en la memoria, con su Hércules, su Santa Faz y su Alicante todo, brillando con luz propia, como dicen que brillan los que han amado mucho.
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