_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Mototerapia

Entrados en la treintena sentimos una menopausia vital, un descorazonador sentimiento de finitud, de asfixia temporal. Este desorden existencial está provocado por el fenómeno de la adultescencia que nos ha impedido afrontar la madurez de una forma progresiva y natural. La brutal competencia profesional nos ha forzado a prolongar los estudios de postgrado y la estancia en casa de los padres hasta unas edades a las que ellos ya estaban pensando en el divorcio. Así la que vida adulta ha sido una quimera hasta casi los 30, cuando finalmente hemos abandonado los hábitos adolescentes y nos hemos independizado a pisos del tamaño del tradicional cuarto de la plancha y con unas parejas a las que no hemos tenido la ocasión de amar ni odiar en condiciones.

El ingreso en la treintena no sólo ha acarreado el vértigo propio de cualquier salto de década sino la súbita asunción de unos compromisos para los que no estábamos tan preparados como creíamos. La dilatada etapa en el hogar primario nos ha viciado en muchos aspectos. No sólo nos ha privado de interaccionar con elementos domésticos tan cruciales como los suavizantes de lavadora o ese cucharón calado con el que rescatar los huevos fritos de su naufragio oleaginoso, sino con la nueva persona en que nos hemos convertido.

Soñábamos con la libertad de poseer una casa y una independencia económica con tanta intensidad que no hemos reparado en que esos anhelos conllevan la pesadilla de la hipoteca y el trabajo. Y el compromiso de la pareja. Quizá por mayor ignorancia o imprevisión, los hombres nos hemos visto especialmente atrapados en una trama de responsabilidades y deberes, certificando el final de la juventud justo cuando pensábamos que íbamos a estrenarla. Pero muchos de esos treintañeros hemos descubierto un antídoto contra esta claustrofobia vital: la moto.

Madrid se está llenando poco a poco de motocicletas y ciclomotores. A principios de este año había unas 275.000, un número en constante incremento. La nueva reglamentación que permite la conducción de motos de menos de 125 centímetros cúbicos con el carné de coche del tipo B ha llegado casi a duplicar la venta de vehículos de dos ruedas. Gran parte de ese reciente mercado está en los treintañeros, pues los adolescentes no pueden disfrutar de este derecho adquirido hasta los 18 y a poca gente de 40 y 50 años le da ahora por subirse a una moto, sobre todo animados por una concesión vial.

Los jóvenes (o adultos) de 30 años hemos visto en esta inesperada ordenación el pretexto perfecto para aprovechar nuestro último estertor de libertad juvenil y comprarnos una Honda. De la misma forma que el sesentón adinerado se resiste a dar por caducado su espíritu deportivo y conquistador agenciándose un biplaza rojo, el treintañero se sienta ahora a horcajadas sobre los últimos caballos que le harán soñar.

Quienes ya tuvieron una moto en la adolescencia y abandonaron su cabalgadura, hoy vuelven a retomar las mismas aspiraciones de rebeldía y autoafirmación, entonces frente a sus progenitores y su antiguo hogar, hoy ante sus flamantes descendientes y su nuevo hogar. Los que no gozaron del permiso o el atrevimiento de revolucionar una CBR o una vespino a los 15, ahora se resarcen de esa frustración antigua a la vez que exorcizan las recién adquiridas.

Madrid nunca ha sido una ciudad motera. Aquí no hemos tenido la motivación del buen clima que disfruta Barcelona ni los problemas de transporte público que enjambran Roma de motorinos. Hoy contamos con la excusa de las obras que erizan la ciudad y colapsan el tráfico, además de la favorable reglamentación circulatoria. Pero éstos son sólo dos motivos para (re)descubrir un efectivo revulsivo esencialmente masculino ante el ingreso en una edad traumática.

Hasta el momento, los motociclistas que circulaban por la capital eran ruidosos adolescentes, moteros tatuados, ex yuppies o mensajeros. Sin embargo, paulatinamente la ciudad se está poblando de una inédita especie motorizada que responde a un prurito vital, a una terapia para superar esta tardía y mal asimilada madurez. Así que, si un motorista aparca en medio de la acera, le despierta de la siesta o le adelanta con ansiedad por la derecha no sea especialmente duro con él. Le está costando hacerse un hombre.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_