La niña que hay en mí
YO HE VISTO muchas películas. Yo era una mitómana redomada. Yo era una de esas personas a las que les encanta ilustrar una conversación con un diálogo de una película mítica. Yo podía haber salido en un coloquio de Garci. Yo daba el personaje. Pero no se me invitó. Como diría Falete: "Ahora es tarde, señora". Me estoy haciendo una descreída. Aun así me resisto a perder del todo la niña que hay en mí. Es algo que solemos decir las literatas: "No he perdido del todo la niña que hubo en mí". ¡Pues piérdela de una vez, tía, que tienes treinta años en cada pata! A mí me da mucha pena la gente que aún cree en el cine. El otro día, en esa clase a la que voy, empezamos a charlar sobre qué nos había traído a la ciudad que nunca duerme. Una coreana de temprana edad dijo con su inglés entrecortado: "Yo vine porque quería vivir en la ciudad de Sexo en Nueva York". La coreana venía buscando sexo, encantadores restaurantes, apartamentos bohemios y ropa cool. En tres meses, la coreana había descubierto que aguantar al compañero de piso es la principal pesadilla de todos los jóvenes americanos, que la gente come en el recipiente de plástico de comida preparada, que nadie puede permitirse ir todos los días a restaurantes y, sobre todo, que el coqueteo, esa actividad antigua que hacía más llevaderos el trabajo y el estudio ha desaparecido. Aquí se va a lo que se va, a trabajar y punto. Así que el fin de semana abundan los solitarios que acuden a Internet para buscarse un rollete. A mi coreana se le quebraba la voz. Pero a mí no me dio pena. Dentro de dos meses esa misma coreana habrá perdido el romanticismo, habrá pillado un novio americano y se sumará sin piedad a la maquinaria del sistema capitalista. A mí las coreanas. Más pena me doy yo, que he empezado a perder el romanticismo a los cuarenta y tres (¿a que no los aparento para nada?) cuando ya mi vida está destrozada. Aun así, me queda el romanticismo suficiente para ir un domingo por la mañana a Coney Island. Soy tan antigua que mis sueños cinematográficos se remontan a las viejas películas en las que Coney Island salía como un lugar de ensueño: "!Bienvenidos a Coney Island, el lugar donde el verano nace!". Ir temprano en el metro un domingo es una cosa muy rara. Está lleno de pobres que van a la playa cutre, y de soñadores trasnochados como nosotros. La gente va en grupo, pero cada uno absorto en su música. Nosotros hacemos lo mismo. Creemos en la integración. Mi santo escucha La isla de los muertos, de Rachmaninov. A mí (concretamente) me fascina Rachmaninov como a la que más, pero hay piezas musicales que pueden joderte el día antes de que empiece. Yo escucho el recopilatorio que me acabo de comprar de Michael Jackson, no sólo porque soy fan sino porque soy de la opinión de que ahora es cuando hay que arrimar el hombro. Ayudémosle a que pague los honorarios de esos abogados que le han dejado en libertad mientras otro negro hubiera ido a la cárcel de cabeza. Yo creo que en esos pequeños gestos es dónde se nota si uno es fan o no es fan. Volvamos al metro: una rata del tamaño de un conejo se pasea ante nosotros como se pasearía un perro. Las ratas americanas no corren como las ratas españolas, para qué. Afortunadamente no suelen montarse en los vagones. Ellas van de una estación a otra caminando por las vías. El metro que va a Coney Island sale de pronto a la superficie y cuando te ves cruzando el río por encima de un puente te entra el nerviosismo de los niños (no he matado a la niña que hay en mí) y te sientes feliz con esas chanclas contra las que escriben los columnistas y tu gorra de visera y la promesa de un chiringuito. Coney Island era el sitio de los ricos, ahora es de los pobres y de los rusos. Coney Island es una feria antigua, con esa noria vieja y esa montaña rusa de las películas. Hasta hace nada podías ver a la mujer barbuda y al hombre de dos cabezas, pero lo prohibieron porque dijeron que era denigrante y dejaron a todos los monstruos sin trabajo, lo cual no es denigrante pero es una putada. Aunque la mujer barbuda ha creado una asociación bastante combativa de defensa de la mujer barbuda, y el hombre de dos cabezas acabó en una compañía de asistencia telefónica. Así es el sistema capitalista, amigo, si se pueden ahorrar un empleado se lo ahorran. Queda eso sí, el chiringuito donde se inventaron los perritos calientes. Allí se hace un concurso a ver quién come más perritos en un tiempo récord. Hasta la presente, el campeón mundial es un chino que está en los huesos. Debe ser que según los come los caga. De todos es sabido que a los chinos les funciona el estómago como un reloj. También hay una atracción que se llama Shoot the Freak (Dispara al monstruo). Consiste en que tienes unas pistolas que disparan pelotas llenas de pintura. Al fondo del callejón está el monstruo, que no es más que un negro de tantos que se mueve a pasitos cortos de derecha a izquierda. Si le aciertas, la pelota explota y el monstruo se llena de pintura azul. Se podría pensar que es una atracción racista, pero hay que añadir que el que anima a disparar al negro es otro negro con micrófono. Yo quise disparar para ganarme una especie de muñeca chochona que daban. Pero mi santo dijo que no, que seguro que si me la ganaba le tocaba a él ir en el metro cargando con la chochona hasta casa. Quiere matar a la niña que hay en mí. Luego dicen de Michael Jackson.
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