Sentir las catástrofes
Unas catástrofes entierran a otras. Mucho antes de que el dolor de las pérdidas se diluya, se esfuman del recuerdo de los que sólo las padecemos a través de los medios. Es sabido que la distancia ayuda: cuanto más alejados de nosotros los afectados, mayor es la apatía, menor nuestra congoja, nuestra implicación moral. Ya lo señaló Adam Smith, en su Teoría de los sentimientos morales (1759), con motivo del terrible terremoto que asoló Lisboa el primero de noviembre de 1755. Cuántas víctimas produjo, nunca se sabrá. Voltaire, en su Cándido, da la cifra de 30.000. Pues bien, Adam Smith transmutó metafóricamente aquel cataclismo en un terremoto que hubiera tragado el imperio chino. Afirmaba que "un europeo compasivo" que no tuviera "ninguna relación" con aquella parte del mundo, primero desahogaría su tristeza por la población, luego haría "reflexiones melancólicas" sobre lo precario de la vida humana, quizá reflexionara sobre los efectos en "el comercio europeo... los intercambios y los negocios mundiales", para después dedicarse tranquilamente a sus asuntos y placeres, al descanso o a la diversión: "Si mañana hubiera de perder un meñique, esta noche no dormiría, pero roncara pacíficamente sobre los restos de cien millones de hermanos, siempre que no los haya visto en la vida".
Hoy es muy difícil no haber "visto" incluso las poblaciones más recónditas. El mundo de las comunidades desconectadas e invisibles ha desaparecido. Las vemos siquiera sea en los documentales del National Geographic, en ese tipo de turismo exótico que -en el mejor de los casos- mucho se les parece o fugazmente en las noticias. Sin embargo, ahora mismo, después de la sequía y la plaga de langosta, se espera que mueran 3 millones de personas, de las cuales 850.000 niños, en la franja que cubre desde Mauritania a Níger, pasando por el norte de Malí y Burkina Faso. Y no lo vemos. Literalmente: no hay imágenes y muy pocas noticias. No así del mayúsculo desastre en parte efecto del huracán Katrina, llamado a perdurar en el recuerdo como aquel terremoto de Lisboa o el hundimiento del Titanic. Pues la mayor o menor distancia -que también es simbólica, no sólo espacial o temporal- sigue determinando nuestra implicación moral: algunas catástrofes perduran no sólo por su magnitud, sino porque encarnan simbólicamente actitudes y expectativas que, según los tiempos, son nuestra segunda piel.
Cuando en 2001 el filósofo alemán Gadamer fue entrevistado a la edad de 101 años por Gnoli y Volpi, afirmó que de los primeros años del siglo pasado lo que más le había impresionado no era la guerra de los Balcanes, sino el hundimiento del Titanic: "Recuerdo que era el tema del día, todo el mundo hablaba del asunto, y hasta en los círculos intelectuales se razonaba para interpretarlo". El naufragio significó una grieta en "el optimismo del progreso típico de la edad del positivismo", en la concepción del mundo sobre la que se basaba su educación, el inicio de un escepticismo en la incondicional confianza que se nutría de la ciencia y la técnica. Así debió ser, por lo menos en Alemania, pues seis años antes, cuando Jünger cumplía 100 años, también se refirió al "símbolo grandioso" que supuso aquel naufragio: "La perfección de la técnica se ve perturbada por el accidente; tras el arrogante optimismo viene el pánico, tras el mayor lujo la destrucción, tras el automatismo la catástrofe". El Titanic no fue una catástrofe natural, pero dio a pensar que la razón no aboliría el azar, que la técnica no podía prevalecer sobre un inesperado peñasco de hielo, es decir, sobre la naturaleza indómita.
Si la filosofía de la historia y de la técnica se enredó en el Titanic, la filosofía moral secularizada se apropió del terremoto de Lisboa. Un año antes de la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith, Voltaire escribió su Cándido o el optimismo para ridiculizar la teodicea de Leibniz, que pretendía explicar la existencia del mal, a la vez que justificaba racionalmente la bondad de Dios. El personaje Pangloss, filósofo leibniziano, declara frente a tamaño desastre que las cosas no pueden ser de otra manera, que Dios no obra sin una razón afín a su bondad y que, por tanto, el mejor mundo posible incluye la desgracia del terrible terremoto. Semejante optimismo teológico pronto encuentra su irónico contrapunto en concepciones religiosas menos racionalistas: "La Universidad de Coimbra decidió que el espectáculo de varias personas quemadas a fuego lento, con gran ceremonia, es un remedio infalible contra los terremotos", prosigue Voltaire. Y así dos portugueses, un vizcaíno y un Pangloss desmentido en su propia carne son víctimas de un auto de fe (que efectivamente tuvo lugar en Lisboa el 20 de diciembre del mismo año).
El Katrina en su paso por Luisiana ya no es la ocasión para pensar el mal en la historia y la bondad de Dios, tampoco sobre la arrogancia de la técnica y la idea de progreso. Ni la teología, ni la filosofía, sino la política y sólo la política es desde donde se piensa, y da a pensar, desastre semejante. El ojo de ese huracán condensa simbólicamente hasta qué punto ésta y la sociología son casi las únicas formas en las que ahora pensamos el presente. Imprevisión, ineficacia, desorden administrativo, profundas fracturas de clase, absurda militarización del primer socorro, patente incapacidad de altos responsables políticos y administrativos cuyo cargo deben al clientelismo electoral, tribalismo armado, necesidad urgente de ayuda exterior... En fin, el ídolo con pies de barro, el tercer mundo inscrito en la primera potencia planetaria, la incertidumbre provocada por la intuición plástica de que otra u otras ocuparán más pronto que tarde su lugar. De hecho, podría usarse en la descripción de lo visto las mismas expresiones que aplicó Jünger a la tragedia del Titanic: tras el arrogante optimismo y el lujo, el pánico y la destrucción catastrófica. Las mismas expresiones sí, pero en un sentido diferente. Por eso sentimos el Katrina y sus víctimas tan cercanos. Por eso tanta desventura nos conmueve tanto.
Nicolás Sánchez Durá es profesor del departamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento de la Universitat de València.
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