La política del regate
Con la política viene a suceder un poco como con el corazón: que tiene razones que se le escapan a la lógica. Sólo desde este presupuesto cabe entender la situación planteada la presente legislatura en las instituciones alavesas, tan distinta de la anterior cuando apenas nada ha cambiado en apariencia. La colaboración defensiva del PP y PSE frente al envite nacionalista de Lizarra convirtió entre 1999 y 2003 a la Diputación de Álava y al Ayuntamiento de Vitoria en un paraíso de estabilidad, comparadas con los gobiernos homólogos de Vizcaya y Guipúzcoa, gobernadas con insuficientes minorías soberanistas. Sin embargo, a partir del 25 de mayo de 2003, las tribulaciones territoriales se han invertido, sin que se aprecien en Álava circunstancias que justifiquen el fenómeno.
Ni han cambiado los motivos de fondo que llevaron a populares y socialistas a desbancar al PNV, ni las elecciones alteraron la correlación de fuerzas entre las formaciones constitucionalistas: el PP aguantó el empuje de la coalición nacionalista, todavía en la ola de las autonómicas de 2001, y el PSE, pese a su importante avance, se quedó como tercera fuerza en Vitoria y Álava. Lo cierto es que la colaboración anterior entre PP y PSE se ha trocado en un profundo desencuentro, con consecuencias altamente nocivas para la gobernación de ambas instituciones. Sus presupuestos están sin aprobar y proyectos importantes para los ciudadanos penan convertidos en proyectiles de pedreas partidistas.
De ejemplo de estabilidad, Álava ha pasado a ser el eco invertido del extenuante forcejeo en Madrid entre populares y socialistas; y en la refriega se han ido evaporando las complicidades personales que existieron, incluso las forjadas por la pura necesidad. El PSE, que soñó con presidir la Diputación con unos populares en declive -su líder en Álava, Javier Rojo, ha sostenido que antes de los comicios de mayo de 2003 Ramón Rabanera se comprometió de palabra a esa cesión a cambio del apoyo a Alfonso Alonso en el Ayuntamiento vitoriano- está desempeñando un papel muy poco lucido. Desde la más declarada oposición, maniata a los gobernantes del PP, a los que acusa de torpes e ineficaces. Pero, al mismo tiempo, no puede ser coherente con esta consideración echándoles del poder, porque le exigiría ponerse de acuerdo con un PNV que Iñaki Gerenabarrena guía por las praderas del soberanismo, a contrapelo de la sociología de la provincia.
Las anunciadas mociones de censura del PNV impactan sobre esta contradicción nuclear de los socialistas. Su viabilidad es nula mientras no se modifiquen las corrientes profundas de la política vasca, pero si a alguien interpelan y ponen en aprietos es a los socialistas. Rechazan éstos co-gobernar o sostener desde fuera a Rabanera y Alfonso Alonso, que han cometido más torpezas que errores en su gestión. Sin embargo, no puede coger la mano del PNV para hacerles caer porque no lo entendería gran parte de su electorado alavés ni lo permitiría la dirección del partido. Con tales condicionantes, la fórmula de Javier Rojo de ir a gobiernos de concentración suena más a salida de compromiso que a propuesta meditada. En primer lugar, porque no existe un mal gobierno escandaloso que justifique medida tan extrema. Y sobre todo, como también se ha apuntado, porque el resultado práctico de la fórmula, dado el rechazo del PP a aceptarla, no sería otro que el que se pretende con la moción de censura.
El PSE va a tener que idear otra respuesta antes de que el PNV registre su moción de ruido en las Juntas Generales. No puede arriesgarse a forzar una legislatura basura, esperando que sea el electorado quien resuelva en 2007 la ecuación de sus impulsos contradictorios. Los ciudadanos eligen cada cuatro años a sus representantes políticos esencialmente para delegar en ellos la resolución de sus problemas y la defensa de sus intereses; no necesariamente se divierten con los juegos y regates a los que se dan los partidos. En ocasiones, por el contrario, cuando acuden a las urnas hacen que se escuche el ruido de su malestar.
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