Los botos rojos de Mercuccio
De monumental y altamente positivo puede calificarse el esfuerzo de toda la plantilla, desde lo técnico hasta lo actoral, para poner en pie un espectáculo de teatro musical de estas características. En cierto sentido, acude y cristaliza así la modernización del flamenco musical, algo que se necesitaba y que es muy complejo de hacer. En Tarantos, las cotas de calidad se mantienen altas durante toda la función, y eso es muy difícil. La plantilla está muy preparada para ello: se baila, se canta, se actúa, se mantiene una dinámica trepidante, un ritmo que lleva a lo trágico, no por sabido argumento, menos impactante.
Con antecedentes ilustres, siempre basados en La historia de los Tarantos de Mañas, como es el filme con Carmen Amaya y otras versiones escénicas (como la del Ballet Nacional de España de 1986 con música de Paco de Lucía), es ya de por sí muy comprometido montaje. Emilio Hernández dirige con pericia y Latorre hace una coreografía con soltura y dominio del espacio, con la conciencia de no forzar la maquinaria del zapateado y siempre apelando a lo coral como fórmula de exposición.
Tarantos
Basado en la obra de Alfredo Mañas; música: Chicuelo, Tomatito; escenografía: Ariane Unfried y Rifail Ajdarpasic; vestuario: María Araújo; luces: Miguel Ángel Camacho; coreografía: Javier Latorre; libreto y dirección: Emilio Hernández. Teatro Albéniz, Madrid. 13 de septiembre.
La escenografía, que recuerda a la escuela moderna alemana, es efectiva
Hay en el reparto nombres veteranos de fuerte personalidad, como el de Candy Román (no le veíamos en un papel así a su medida desde el Comendador en Fuenteovejuna de Gades) como el jefe de los zorongos; la taranta Soledad de Carmelita Montoya, muy racial y entregada, o la versatilidad de Ana Salazar, aunque la gran sorpresa, la revelación y la gran ovación es para Miguel Cañas, un bailarín de gran temperamento y físico particular, con un registro que va desde el contemporáneo (que practicó en Madrid varios años) al flamenco (con el que ha hecho carrera por esos mundos, especialmente Japón), y una fuerza escénica controlada a la vez que intensa en ese personaje a medio camino entre la matriz del Mercuccio shakesperiano y un trotamundos, pero Juan Encueros, que así se llama el personaje de los botos rojos y las ropas en jirones, es un artista, es también una especie de poeta catalizador de todo que se va cociendo en esa playa percudida, un maestro de baile todo intuición y un ser que se debate entre pasiones, entre danzas de vida y danzas de muerte. Su fugaz aparición en el segundo acto, cuando es abatido de un navajazo por El Picao, deja en el aire una estela de intensidad, de buen hacer que el público le recompensó en pie al terminar el espectáculo. Cañas, ahora en su madurez, está infinitamente mejor que hace unos años, como si en él se hubieran asentado las aguas del bailar. Volviendo a lo coreográfico, Latorre le saca todo el partido posible, se esmera en sus fraseos, pues Juan Encueros es el eje de la simbólico de la acción.
La escenografía, que recuerda a la escuela moderna alemana, es efectiva; el vestuario, sin tópicos y con una gama oscura, se imbrica tanto en la acción como en el todo plástico, y las luces, demasiado coloristas y móviles, llegaban a veces a entorpecer la acción, eran focos que no se sabía qué querían iluminar, haces que vagaban por la escena mientras los bailarines estaban en sombra. La música también tiene su propio equilibrio y hace de hilo conductor con una orquestación empastada y unos músicos que saben los estilos que tocan. Tarantos recibió largos y justificados aplausos. Tarantos, además, trae a colación la necesidad de trabajar seriamente en lo escénico y lo coreútico cuando de mezcla se trata.
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