Vuelta a casa
Después de escaparme del presente del imperio. De comprobar que gran parte de la sociedad norteamericana, en vez de seguridad, lo que tiene son armas compradas en la tienda de la esquina. Que más que un Estado que les defienda en los momentos difíciles, que no deje ahogarse a sus pobres, lo que tienen es un ejército incapaz de poner orden en Bagdad o Nueva Orleans. Tienen otras muchas cosas. Algunas que queremos tanto, que pertenecen a nuestra cultura y nuestra vida. Y también tienen una bandera, muchos fármacos para aplacar instintos primarios y multitud de juegos de azar para soñar con escapar del presente. Tienen televisiones que reproducen la irrealidad, aunque a veces no puedan evitar que la realidad se les cuele con todas sus carencias, con el horror y sus muertos. Y tienen iglesias, muchas iglesias que crecen donde ya nada crece, comidas rápidas, refrescos chispeantes, voyeurismo de deportes de masas y mitos perdidos. Algunos refugiados en los estadios de la muerte. ¡Qué metáfora de la realidad son las imágenes de ese anciano, perdido y desolado, que se llama Fats Domino! Ese negro, cajún, que nació pobre en Nueva Orleans, que fue un mito de la música en los años cincuenta, que abrió el camino del rock, que conoció el poder y la gloria, fue durante unos días uno más de esos olvidados que no pudieron, que no quisieron, abandonar su casa en la ciudad de las mil músicas.
Por Atlanta dije adiós a todo eso que el viento y la lluvia se llevaron. Puse tierra por medio escapando desde la ciudad en que Margaret Mitchell escribió la historia de la película más vista de la historia. Todavía hoy, de eso ya me entero de vuelta a casa, las historias de los amores y abandonos de Rhett Butler y Escarlata O'Hara. Esa inolvidable mistificación de la historia del Sur, de la guerra, de las plantaciones y de un lugar llamado Tara, que en sesenta años de vida ha conseguido más lágrimas que todas las desgracias reales de un imperio que también tiene su propio tercer mundo. Busqué el cine de Atlanta en que se estrenó la película que todos hemos visto. Naturalmente, había desaparecido. Casi todos los cines han desaparecido. Encontré la placa que recordaba aquel estreno de 1939, pequeño y modesto bronce colocado en el hall de un rascacielos de la capital de Georgia. También encontré, sin buscarla, la casa-museo de Margaret Mitchell. Lo mejor, la tienda; llena de recuerdos, de fetiches a la venta para nostálgicos de una historia que nunca sucedió. Como algunas de las mejores historias que han pasado al cine.
Uno no se libra del cinéfilo que lleva dentro. En los primeros momentos de nuestra espera de la llegada del huracán, de aquel desconocido desmadre de la naturaleza, creíamos haber estado dentro de Cayo Largo. Secuestrados en un hotel, esperando que pasara el peligro. Después, cuando pudimos ver la realidad por las cadenas americanas de televisión, cuando la hemos seguido viendo desde nuestra casa madrileña, nos dimos cuenta de que la película negra que nosotros vivimos es casi un cuento de hadas al lado de la película de la realidad en Nueva Orleans. La película es otra. Si hubiera que elegir una que nos recordara esos días en la ciudad en que nunca entramos, ahora sería Blade Runner. Una ciudad fantasma, llena de peligros, sin arquitectura futurista y con mucha muerte entre sus arrasadas calles. ¿Qué sueños tendrán los supervivientes de la ciudad hoy fantasmal? Deseo que recuperen sus sueños y sus músicas cuanto antes. Que vuelva a sonar el blues en Bourbon Street.
En mi regreso del viaje al blues recupero la verdad de esa música, de esas quejas que los negros llevan cantando más de cien años, con otra película: The soul of a man, de Wim Wenders, el mismo que ya nos enseñó otras realidades llenas de ficción en su mirada americana. Los viejos bluesmen que nos acerca Wenders en su película documental son los padres de otros que hoy seguirán cantando canciones solitarias para espantar la soledad, para intentar escapar de la pobreza.
No todo es blues. También está Gershwin. Que con Bernstein, Copland y Barber nos llevó a otro mundo, otras calles y otras caras del oeste. Gershwin, con su rapsodia, con el vibrante piano de Torres Pardo -nuestra pianista de cabecera- y con la Orquesta Nacional de España, nos llevó a un lugar donde la música americana, que también vino del jazz, se hace más luminosa, más esperanzadora, más cosmopolita y sin olvidar la deuda que su música tiene con la música negra. Felicidades a Josep Pons por sus noches americanas con la Orquesta Nacional que dirige desde Madrid. Otro catalán más, y que sean bienvenidos, en nuestra vida cultural madrileña.
Y de catalán a catalán, sumo, sigo, pongo luz, taquígrafos y gas a nuestro futuro. Yo no entiendo nada de monopolios -excepto el recuerdo de mis juegos al Monopoly de cuando éramos tan inocentes-, pero sí entiendo mucho de catalanes, en lo público y lo privado. Uno tiene mucho cariño a Reus, por el vermú, y por ser el pueblo en el que nació mi padre. De Josep Pons a Carles Francino, el periodista que creció profesionalmente desde Reus. Un compañero, aunque jefe, que regresa a su segunda toma madrileña. Durante muchos años nos hicimos mejores -al menos eso creemos, perdón por la presunción- al lado de un donostiarra, de un inolvidable ser humano que cada mañana vimos y escuchamos en vivo y en directo desde nuestro trabajo. Ahora seguiremos a Iñaki Gabilondo desde su directo televisivo, aunque también esperamos seguir compartiendo con él amores musicales, amores al mejor vino y a los mejores callos, por ejemplo. Con Iñaki nos sucedieron muchas cosas, nos unían otras muchas -hasta nuestra mili, cada uno en su quinta, en los vientos abiertos de Zaragoza-; estamos seguros de que con Francino, nuestro catalán en Hoy por hoy, seguirán pasando las cosas de la vida contadas desde el directo de la radio. Llega sin ninguna OPA hostil a una ciudad que se siente cómoda viviendo, dejándose dirigir en sus teatros, sus músicas o sus radios por la energía catalana. Después de un huracán llamado Katrina, de un terremoto radiofónico llamado Iñaki, las aguas vuelven a serenarse. La ciudad sigue buscando sus tesoros, el tráfico sigue parado y algunas tabernas continúan ofreciendo el aperitivo con un vermú de Reus. Ja soc aquí. Qué bien volver a casa, para volver a poder estar fuera de casa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.