El escándalo de la educación
No hace mucho tuve ocasión de leer una carta familiar escrita por un muchacho de 13 o 14 años, un muchacho que lleva correctamente sus estudios y que tiene un adecuado grado de inteligencia. En el texto manuscrito había un número de faltas de ortografía casi superior al número de palabras. Me pareció una escena grave y significativa y lo comenté con los padres del joven autor, los cuales estaban igualmente alarmados, aunque conformados con la opinión de los maestros de la prestigiosa escuela de su hijo, según los cuales ese desastre no tenía, de momento, mucha importancia, porque, con el tiempo y la acumulación de sucesivas lecturas, las faltas de ortografía desaparecerían. Confiaban -yo creo que equivocadamente- en que, con el beneficio de esa tolerancia, algún día se produciría una acumulación de lecturas, sin percatarse de que, con este pésimo bagaje, ni siquiera se facilitaba en el futuro el gusto por la lectura. Con esta tolerancia, en cambio, se acabará logrando que toda una generación ni lea ni escriba.
En los años treinta, en el ingreso al bachillerato, había que aprobar un dictado en el que sólo se admitía una falta y media de ortografía
Al cabo de unas semanas leí en el Avui un estupendo artículo de Joan F. Mira titulado Un curs i un altre curs, que era un nuevo grito de alarma -una insistencia a la que vamos acostumbrándonos con resignación- contra el pésimo estado en que sigue desenvolviéndose la enseñanza, especialmente en el campo de las letras y las humanidades. El artículo se ilustraba con un dibujo de Lluïsa Jover en el que figuraban un niño y una niña, trajeados con aquellas batas listadas de azul que tipificaron las escuelas de curas y monjas, adornados con unas coronas que sostenían un inmenso par de orejas de asno. Mira describe un panorama desolador: "L'educació, l'ensenyament, l'escola de baix a dalt, va cada vegada una miqueta pitjor". La decadencia se intenta resolver con reformas aparentemente profundas que "tenen com efecte pervers deixar les coses més malament del que estaven". Las experiencias son "un perfecte desastre: gradual, anual, acumulatiu, implacable. Allò que un estudiant sabia quan aprovava el clàssic Examen d'Estat, no ho saben ara una dotzena de llicenciats junts. Allò que calia saber -escriure correctament, per exemple- per passar, als deu anys l'examen d'ingrés al batxillerat, és introbable entre els qui passen massivament la fantasiosa prova dita de selectivitat".
Mira tiene toda la razón y los ejemplos comparativos son exactos. Recuerdo que en la década de 1930, en ese ingreso al bachillerato uno de los ejercicios fundamentales era un dictado en el que sólo se admitía una falta y media de ortografía (los acentos se contabilizaban sólo como media falta). Un examen como ese sería hoy difícil de superar, incluso en eslabones educativos mucho más altos. Preguntémoslo, si no, a los profesores universitarios -en el campo de las letras o en el de las ciencias y las tecnologías profesionales- que tienen que leer los exámenes de sus alumnos ya próximos a la graduación, con más faltas de ortografía -¡y no hablemos de sintaxis!- que las admitidas en aquellos exámenes de los años treinta que superaban sin demasiadas dificultades los niños de 10 años.
Mira empieza denunciando el problema como un fenómeno general, por lo menos en esta parte del mundo que llamamos norte-occidental, un fenómeno que no encuentra solución definitiva ni en Norteamérica, ni en el Reino Unido, ni en Francia, a pesar de que todos los políticos acuden a las urnas proclamando la prioridad de la educación. Pero el artículo se remata con referencias directas a España y, muy concretamente, a Cataluña, que, como todo el mundo sabe, presenta, según los registros oficiales, unos coeficientes valorativos que la alejan de los promedios europeos, la sitúan por debajo de la media española
y, evidentemente, a niveles proporcionalmente inferiores a los que había alcanzado antes de la Guerra Civil, gracias a dos etapas de actuación política eficaz y comprometida: la de la Mancomunitat y la de la República. Es cierto que el periodo franquista fue un desastre difícil de superar, pero la democracia no ha cumplido las expectativas que parecían viables e indispensables, desasistiendo las necesidades materiales, los recursos y los programas de la escuela pública, único instrumento para conseguir una mejora general no sólo en la calidad y cantidad de conocimientos, sino en su adecuada distribución social.
Los últimos han sido años perdidos, lastimosamente perdidos, y me temo que el panorama no está cambiando, a pesar de que en los programas electorales de los partidos que hoy gobiernan Cataluña figuraba en primer término el lema Educació! Educació! Educació!. Como dice Mira, los falsos reformadores "continuaran segregant, multiplicant matèries optatives, fabricant adolescents semianalfabets i llicenciats analfabets del tot".
¿Qué está ocurriendo? ¿Faltan ideas, falta eficacia, falta voluntad? ¿Falta un equipo técnico de alto nivel que traduzca en programas docentes una afirmación política demasiado inconcreta? ¿Falta una corrección radical de las partidas del presupuesto de la Generalitat que permita de manera inmediata superar el estado cochambroso y las discriminaciones sociales y culturales de la escuela pública? ¿O, simplemente, es que en este campo también se ha asentado un equivocado concepto de tolerancia para disimular una falta de autoridad? ¿Hay que aceptar un desconocimiento de la ortografía o de las tablas de multiplicar -y todo lo que ello implica-, esperando ingenuamente -o con malas intenciones- que con esta ausencia de presión pedagógica se favorezca en el futuro la creación de poetas y matemáticos?
Oriol Bohigas es arquitecto.
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