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El violinista en el tejado del cosmos

Ariel Dorfman

De niño, estaba seguro de que Alberto Einstein era el violinista más insigne del mundo. La confusión provino de una foto del gran hombre que adornaba el New York Times en las prostrimerías de los años cuarenta -digamos 1948, para adjudicarme la conveniente y coincidente edad de ocho, la misma edad de Einstein en 1885, cuando tomó sus primeras lecciones de violín-. Y heme ahí, entonces, aquella mañana de 1948 cuando mi papá abrió el diario en nuestro hogar en el barrio de Queens y apuntó con reverencia a ese hombre con el bigote exorbitante y el pelo montaraz y los ojos suaves y traviesos.

"El ser más ilustre de nuestro siglo", me informó mi padre con solemnidad. "Y yo alterné con él varias veces, cuando estaba de profesor visitante en Princeton hace unos años. Hasta me invitó a su casa, me sirvió té. ¡Y con qué maestría tocaba el violín!".

Y eso fue suficiente, la veneración que trasuntaban aquellas palabras de mi padre, ¡con qué maestría tocaba el violín!, para que yo creyera durante muchos años que al más eminente físico del mundo se lo conocía fundamentalmente por su habilidad para extraer de un pedazo de madera una serie de notas musicales.

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De a poco me fui dando cuenta de mi equivocación. Comenzó Einstein a infiltrar mi horizonte cuando mi cerebro adolescente tambaleaba hacia la revelación de que la masa y la energía podían ser manifestaciones del mismo fenómeno, y se me instaló más firmemente todavía cuando mi cerebro de joven adulto comenzó a inventar relatos y poemas donde la diferencia entre pretérito y presente y porvenir no eran más que una persistente ilusión. Y apareció Einstein aún más en toda su gloria metafísica cuando, forzado yo a madurar en un globo definido por lo que su mente científica había descubierto, forzado a vivir en un siglo desgarrado por las fuerzas que ese hombre genial había desencadenado, mi vida se fue fracturando en una pluralidad de exilios como si mi cuerpo no fuera más que un átomo solitario y final. Consolándome a la vez con otro Einstein, el sabio hombre de paz, el bromista empedernido que nos saca la lengua en aquella su foto más conspicua, pidiéndonos que no lo tomemos tan en serio.

Y, claro, fue disminuyendo hasta la insignificancia mi noción original de que Einstein era un músico.

Y, sin embargo, ahora que ya estamos bien entrados a otro siglo, ahora que celebramos el centenario de aquella epifanía del joven Einstein y su fórmula de E=mc2 que todavía nos ronda y deasfía, me he puesto a especular si acaso aquella primera intuición mía infantil acerca del gran Alberto no fue después de todo alucinantemente exacta. Me pregunto si aquellas tempranas lecciones de violín en 1885 -para un niño que casi no había comenzado a articular un vocabulario, que apenas balbuceaba el alemán-, si no podía ser que fue ahí que se forjó el dulce fuego de su mente. Si no fue en la masa de aquella madera de un instrumento musical desbordando con una energía inexplicable donde algo extraño empezó a resonar en cada electrón y partícula de su ser, si no fue ahí donde y cuando y como conjuró las leyes de la cosmología, me pregunto si el diseño del universo no estaba secretamente contenido en la emoción que iba arrancando de esas cuerdas tensas. ¿No es posible que sea en un corazón templado por Mozart que fue naciendo su certidumbre de que el salto quántico de la imaginación siempre es más importante que el insípido acopio de datos? ¿No puede ser que la teoría de la relatividad de Einstein nace más en el esplendor de un alumbramiento estético que en el brillo de una inmensa inteligencia matemática?

Porque esto lo sabía, esto sí que lo sabía, y no tuvo reparos en manifestarlo: "Todos bailamos bajo la influencia de una melodía misteriosa, entonada en la distancia por un invisible flautista, an invisible piper". Y fue excepcional ese hombre porque comprendió ese misterio, esa distancia, aquella invisibilidad, aquel maestro flautista, comprendió todo eso con mayor profundidad y ternura que sus múltiples admiradores que, llenos de incertidumbre y asombro, seguimos danzando desde siempre en la luminosa sombra de su mente y su música.

Así que te saludo, Tío Alberto, te saludo a cincuenta años de tu muerte y te sigo celebrando como el violinista más insigne del universo.

Ariel Dorfman es escritor chileno, autor, entre otros libros, de Memorias del desierto.

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