Antoñita Colomé, 'flapper' de la República
Antoñita Colomé vivía en un pisito del barrio de Triana con la única compañía de una gata "más vieja que yo". Tenía 82 años y el cine la tenía en el olvido. Le hicimos una entrevista donde volvió a derrochar el talento que había hecho de ella una estrella popular en los años de la II República: vivaracha, espontánea, flaquilla, alegre, graciosamente ladina... y bastante pobre. Había comprado un queso de bola y una botella de vino para celebrar nuestra visita, y consumimos las viandas con el placer añadido de encontrarnos con alguien sin pelos en la lengua: "Yo no soy como esas modernas de ahora que dicen que siempre fueron... ¿cómo es la palabra? ¡Ah, sí, 'demócratas'. Yo soy izquierdosa desde hace una hartá de tiempo". Y lo justificaba con que su sangre contenía 500 glóbulos rojos más "de los que se tienen que tener. ¿Cuántos son los hay que tener? ¿Cinco mil? ¡Pues yo tengo cinco mil quinientos!". Se animaba recordando que junto a "otros amigotes" (Edgar Neville, entre ellos, con quien interpretó El malvado Carabel y La señorita de Trévelez), "íbamos a defender siempre al que lucha, porque el que tiene mucho no necesita que nadie lo defienda, que se ponen tontos de tanto como tienen".
Había estudiado piano, baile clásico, claqué, y actuado en teatros de varietés, de los que saltó al cine, incluso reclamada por Hollywood para las versiones americanas que se rodaron en París.
En sus películas supo combinar la picardía andaluza con la modernidad de la flapper americana (El negro que tenía el alma blanca, de Perojo; El bailarín y el trabajador, de Marquina...). Y tras la guerra fue reconvertida en otra de las numerosas folclóricas que anegaron las pantallas. Durante la República había tenido que ser protegida "hasta por los guardias a caballo", pero el régimen de Franco prefirió aupar a otras figuras, dejando de lado la imagen de Antoñita Colomé: "Yo no soy cobera; el jabón sólo me gusta darlo en el suelo, en el fregoteo".
Aquella tarde en que la entrevistamos, vestida con una falda de estreno, que se le rajó por estrecha, se sintió renacer, y hasta se avino a visitar Bocaccio, el lugar de moda en Madrid, con la misma falda, hábilmente remendada, y su pelo recogido con una simple gomita. Algunos la reconocieron y otros se fascinaron con su espontaneidad. Regresó brevemente al cine (Pasodoble, de J. L. García Sánchez, en 1988, entre otras pocas), pero sin continuidad.
Bastantes de sus películas se han perdido para siempre. Una pena. Cuando aún se la ve en las pocas que quedan -Mi fantástica esposa, de Eduardo García Maroto- asombran su retranca, su vitalidad, su buen humor: en dicha película, de 1944, se canta un cachondo himno al gasógeno.
Hacía veinte años que no se sabía de ella. Ahora nos llega la noticia de que ha muerto a los 93, prácticamente en el olvido.
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