Segunda piel
Difundía el telediario la noticia de que en París, en el incendio de un edificio ruinoso, habían fallecido siete personas, entre ellas un niño de seis años que se había tirado por la ventana para escapar de las llamas. Las cámaras ofrecían imágenes del lugar siniestrado, de los bomberos afanándose, de algunos curiosos o testigos. En un momento dado enfocaron a un hombre joven, presumiblemente un vecino del barrio, que delante de la televisión, es decir de todo el mundo, preguntó: "¿Cómo podía esa gente vivir en esas condiciones; sin gas o agua corriente, pasando en invierno un frío atroz?" Lo obvio de la respuesta parece ridiculizar la pregunta. Es evidente, cae por propia gravedad, que si esas personas vivían en esa casa insalubre y destartalada es porque no tenían otro sitio mejor adonde ir. Y, sin embargo, no creo que se trate de una pregunta ridícula o retórica o producto del cinismo o la inopia. Entiendo que al preguntar cómo puede esa gente vivir así, ese joven no está preguntando cómo puede esa gente vivir así, sino cómo puede la sociedad olvidar, consentir, aceptar que haya gente viviendo en esas condiciones bajo su mismo cielo, bajo su mismo techo de cielo.
O cómo puede una de las ciudades más esplendorosas que existen albergar en su seno semejante realidad de otro mundo. "Otro mundo" en el sentido que proponen las clasificaciones planetarias de uso corriente. Si el relato o las imágenes de lo sucedido en París los hubiéramos recibido sin indicaciones geográficas, subtítulos o pies de foto, nuestra mente hubiera situado la tragedia en otra parte, en algún contexto tercermundista. Porque el Tercer Mundo es el cajón de sastre del primero, el escenario de una humanidad indiferenciada (aquí estamos todo el día afilando la cultura o el idioma, mientras en el mundo mueren a diario lenguas y tradiciones culturales de cuya existencia no hemos tenido nunca ni la más remota noticia, que no han sido jamás objeto de debate ni argumento preciso de derecho y respeto), de una humanidad a bulto, agrupada bajo el único epígrafe de sus padecimientos, de su condición de excluida del pastel.
Pero el Tercer Mundo vive en todas partes y, de modo particularmente significativo, incrustado en el seno del primero. Lo que ha sucedido en París podía haber sucedido en cualquier otro punto de nuestros territorios, porque en todos, debajo de la primera piel social, la que concentra el juego político, estructura la economía, dispone la cultura, se esconde una segunda piel otromundista. La piel de los desfavorecidos de todo tipo, de los marginados de todo género, de los privados de esas condiciones y consideraciones de vida que llamamos conquistas del desarrollo y la civilidad. Esa segunda piel convive con la primera en toda su extensión (social, moral y material), se va con ella a todas partes y a toda hora, pero sólo es noticia cuando revienta, es decir, cuando provoca sobre la primera piel alguna forma de herida, moratón o absceso que no queda más remedio que tratar. O alguna forma de mancha que hay que cosmetizar porque desconcierta o disgusta. Cosmética, y si es necesario un toque de cirugía estética, para que la primera piel recobre cuanto antes su aspecto presentable.
Mientras las autoridades francesas anuncian que se va a proceder al desalojo de los inmuebles insalubres de París, para que lo que sucedió el lunes, y que ya había pasado unos días y unos meses antes, no vuelva a pasar (la noticia la constituye el desalojo, no el realojo de sus habitantes), yo pienso en los alojamientos de fortuna que le están creciendo a la piel inmobiliaria de Euskadi por debajo. Sótanos habilitados, pisos compartidos con extraños bajo ese régimen de "habitación con derecho a cocina" que parecía que había pasado a la historia, que ya era patrimonio exclusivo de las crónicas del despunte del subdesarrollo o del cine costumbrista de los años cincuenta, o incluso rulotes. En Euskadi ya hay gente que se ha tenido que ir a vivir a una caravana, como en los argumentos del realismo sucio, en los relatos de la segunda piel del sueño (americano).
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