Pensar por sí mismo
Al comienzo de uno de los opúsculos más conocidos de Kant, Contestación a la pregunta ¿qué es ilustración? (1784), nos topamos con la respuesta que sigue vigente. Ilustración es la salida de una minoría de edad culposa. Por minoría de edad se entiende la incapacidad de usar la razón por uno mismo, plegándose a la dirección de otro; y somos culpables porque aceptamos esta dependencia voluntariamente. En cambio, ilustrado es el que piensa por sí mismo. Aunque su número varía mucho de unas naciones a otras, medidas por este rasero, todas se hallan todavía muy lejos de la ilustración. Transcurridos más de dos siglos, y ante los parcos resultados obtenidos, nos preguntamos si caminamos en la dirección debida. ¿Acaso los españoles de hoy son más ilustrados, es decir, piensan más por sí mismos, que hace 80 años?
¿Por qué para la mayor parte de la gente resulta tan difícil pensar por sí misma? Obviamente, por pereza. En vez de esforzarse en encontrar una respuesta propia, trabajo duro donde los haya, es mucho más cómodo consumir las que nos vienen de fuera. En un mundo en el que se puede comprar todo, ¿por qué no las respuestas que se precisan en las distintas esferas de la vida? Si puedo pagar, no necesito pensar. Todos tendemos a la pereza, pero los que tienen posibles pueden permitírsela más fácilmente. Además, el rico vive convencido de que se halla en el mejor de los mundos posibles, opinión que termina por imponer a la sociedad toda; de ahí que pocos se pregunten cómo mejorarlo, ni cómo organizarse fuera de las infinitas opciones que ofrece el mercado.
Una segunda explicación, a primera vista más sorprendente, es también de mayor enjundia. Por cobardía renunciamos a pensar y nos abandonamos a las directrices de otros. Si pensar por sí mismo resulta altamente arriesgado, no ha de extrañar que sean pocos los que se decidan a hacerlo. Aunque por doquier oigamos un clamor que nos invita a pensar por uno mismo, los pedagogos proclamen que la educación consiste en enseñar a pensar y sean muchos los que de puertas a fuera blasonan de no admitir directrices ajenas, se precisa mucho arrojo para pensar por uno mismo.
Dos son los enemigos principales de la ilustración: las iglesias y los Estados. Las iglesias predican "el no razonéis, pues por ese camino no llegaréis a ninguna parte, sino creed la palabra de Dios, tal como os la comunico". El que piensa por sí mismo pronto se convierte en hereje al que la comunidad persigue encarnizadamente. Empero, no cabría ilustración sin que, o bien desapareciesen las religiones, como anunciaron en su día los ilustrados más radicales (y parece que por ahí no van los tiros), o bien la religión se convierte en una ilustrada. Kant basa su esperanza en que, a diferencia de las demás religiones, el cristianismo llevaría en su entraña la posibilidad de pasar de una "fe histórica", meramente eclesiástica, a una "racional o moral". Y ello porque en "la boca del primer Maestro surge como una religión no ordenancista, sino moral". Jesús superó la Ley para proclamar, como única categoría moral, el amor. A partir de "una religión que pretende la conquista del bien divino", es decir, una degradada a mera técnica para adquirir favores celestiales, milagros, indulgencias y demás privilegios individuales, la reforma luterana ya significó un primer paso hacia una religión moral o racional, basada en la conciencia libre del creyente que, sin intermediarios, mantiene una relación amorosa con Dios que se plasma en el amor al prójimo. Acabadas las guerras de religión, la tolerancia religiosa, cimiento sobre el que se levanta la ilustración, tuvo su primer asiento en los Países Bajos, Gran Bretaña, Prusia. Ahora bien, ante el optimismo kantiano de que el cristianismo habría de volver a su esencia primigenia de religión moral, hay que reconocer que no sólo poco se ha avanzado en los dos últimos siglos, sino que desde hace lustros se observa un retroceso considerable.
Mucho más compleja, por necesitarse mutuamente, es la relación del Estado con la ilustración. Sin la libertad de pensar no pueden desarrollarse las ciencias, la industria, el comercio, factores que, en último término, determinan la pujanza de un Estado. El Estado precisa de la libertad de sus ciudadanos para poder prevalecer ante sus potenciales enemigos. El que cada vez más ciudadanos piensen por sí mismos favorece el bienestar general, pero también una crítica creciente del orden social establecido. Para el Estado, la ilustración resulta tan indispensable como a la larga peligrosa para las estructuras de poder dadas.
A su vez, la ilustración precisa del Estado para que la libertad se apoye en el derecho y no degenere en simple libertinaje caótico. Sin el Estado, como fundamento del derecho, la libertad se esfuma. Kant se complace en mostrar su conformidad con la consigna de Federico II de Prusia: "Razonad sobre lo que queráis y tanto como queráis, pero obedeced". El que cada cual piense por sí mismo sólo puede funcionar allí donde exista un orden político y jurídico que apuntale la libertad. Y aunque suponga una crítica creciente al orden constituido, sin el Estado, como garantía de la libertad, no hay ilustración. El Estado necesita de la ilustración tanto como la teme, y a la inversa, sin un Estado fuerte, capaz de imponer el derecho, la libertad, y con ella la ilustración, se desvanecen. Aunque el Estado nunca cese en su empeño de cercenar lo que considere indispensable para proteger el orden establecido, la ilustración lo necesita como artífice del orden. De esta contradicción, Kant cree que únicamente cabría escapar si se lograse saltar del principio de legalidad al de moralidad, antinomia que, como le critica Hegel, no fue capaz de resolver. Pero esto ya es harina de otro costal.
Lo que ahora me importa resaltar es que el pensamiento de Kant en este punto proviene del radicalismo democrático de Rousseau para desembocar en el liberalismo de Adam Smith. Del primero ha tomado la idea principal de que la ilustración es pensar por sí mismo. En el Discurso sobre los orígenes y los fundamentos de la desigualdad (1755), el ginebrino construye la hipótesis de que la libertad y la igualdad originarias se pierden en el largo trecho que va del estado natural al civilizado. Una vez que la presión demográfica -hay más bocas que alimentar que recursos naturales- complica el que todo siga siendo de todos, con la propiedad privada surge la diferencia fundamental entre propietarios y desposeídos, ricos y pobres. Para sustentar esta desigualdad se requieren las instituciones estatales -la propiedad está en el origen del Estado-, lo que comporta una segunda desigualdad entre gobernantes y gobernados, o si se quiere, entre poderosos y sometidos.
En una sociedad civilizada, en la que imperan estas dos formas de escisión, los pobres y los oprimidos sólo pueden sobrevivir aceptando sin discusión las ideas y normas impuestas por los ricos y los poderosos, es decir, si se acoplan a vivir en "la opinión de otro". Donde reina la desigualdad, pensar por sí mismo resulta harto expuesto. A dejar de pensar por sí mismo, para hacerlo según la opinión de otro, es decir, a pasar de "ser uno mismo", libertad originaria, propia del estado natural, a este "estar fuera de sí" que caracteriza a la persona civilizada, Rousseau llama "alienación". Como es bien sabido, se trata de una categoría que va a dar mucho juego en Hegel y en el joven Marx, y que en los años sesenta del siglo pasado cumplió un papel relevante en la crítica del capitalismo.
Kant parte de la crítica roussoniana de la sociedad (desigualdad creciente, alienación, enfrentamientos de los distintos egoísmos), pero en vez de caer en la utopía de una democracia que acabaría con todas las desigualdades -es detractor duro de la democracia en su sentido fuerte de poder del pueblo, a la vez que defensor acérrimo de la monarquía, es decir, de que el poder recaiga en uno solo-, detrás de este aparente caos que produce el enfrentamiento de los egoísmos individuales, sin duda inspirado por Adam Smith, descubre una cierta lógica que deja traslucir un rayo de esperanza.
Por un lado, el individuo puede encontrar un sentido a su vida en la lucha por una sociedad más libre e igualitaria. Por otro, el afán mismo de supervivencia impulsa a la sociedad a un estado de mayor orden y paz. Para la realización de este plan, la naturaleza se sirve de la insociable sociabilidad (ungesellige Geselligkeit) de los humanos. El hombre es un animal social que únicamente se realiza en el grupo; pero también lo caracteriza una tendencia a separarse de los demás, a aislarse en sí mismo. Los humanos nos distinguimos por un carácter profundamente asocial que consiste en querer ordenar todo a nuestro antojo, con el resultado de que los demás se oponen a nuestras decisiones, como nosotros combatimos las de los demás. Justamente, esa resistencia que percibimos en los otros nos levanta el ánimo y, movidos "por el afán de honores, por el deseo de mandar, o por la codicia", hacemos los mayores esfuerzos para colocarnos a la cabeza de nuestros semejantes, a los que no podemos aguantar, pero tampoco apartarnos de ellos. "De esta manera se desarrollan los talentos, se mejora el gusto, e incluso por medio de una ilustración continuada se ponen los cimientos para ir haciendo realidad una sociedad que ya no esté unida por la fuerza, sino que se base en la moral".
La competitividad entre egoísmos, en sí algo malo desde el punto de vista moral, desde la perspectiva de la especie se convierte en el principio que hace avanzar a las sociedades en todos los ámbitos, empezando por el económico. Una "mano invisible" transforma el enfrentamiento de los egoísmos individuales en la base del progreso social. El progreso de la humanidad reposa sobre dos columnas: el avance científico-técnico y su aplicación económica -el dominio de la naturaleza externa-, y el tipo de relaciones que mantengan entre sí los humanos, es decir, la capacidad de controlar su propia naturaleza. El proyecto ilustrado consiste en utilizar cada vez mejor el conocimiento de la naturaleza al servicio de la humanidad, de modo que aumente el bienestar de todos, y establecer la paz social entre los individuos dentro de los Estados y entre éstos entre sí.
Pese a las críticas que se han hecho desde su primera formulación, el proyecto ilustrado sigue siendo el único con el que nos podemos reconciliar los humanos. Desde la perspectiva española, reconocerlo así resulta aún más perentorio, ya que ni la reforma protestante ni la posterior tolerancia religiosa pudieron echar raíces en nuestra patria. Hasta muy avanzado el siglo XIX prevaleció el poder de la Iglesia, persiguiendo a todos los que se atrevieran a pensar por sí mismos. La Institución Libre de Enseñanza constituye el único aporte al espíritu ilustrado que cuajó entre nosotros, pero la Guerra Civil la arrasó por completo. Cuarenta años de dictadura eclesiástica, militar y política erradicaron "el vicio de pensar" fuera de los márgenes permitidos. Aunque lamentablemente la mayoría de los españoles no sean de ello conscientes, la tarea principal que tenemos planteada sigue siendo lograr que cada vez un mayor número sea capaz de pensar por sí mismo. Por desgracia, nuestras instituciones educativas, desde la primaria a la universidad, no enseñan a razonar ni a debatir, sino, todo lo más, a dominar los contenidos que fijen los planes de estudio. Lo pasa mal el niño, el adolescente o el joven que quiera pensar por sí mismo, premonición de lo que le espera al adulto que no se haya curado de este vicio.
¿Cómo saltar de una sociedad en la que hay que pensar según los modelos impuestos desde fuera a una ilustrada en que se enseña a pensar por uno mismo? Kant responde que este proceso es muy lento, pero que, una vez consolidada la libertad, resulta imparable. Con la experiencia acumulada en estos dos últimos siglos es difícil agarrarse a esta esperanza, pero no tengo nada mejor que ofrecer.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
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