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Roquetas y el doble modelo corporativo

La muerte en las dependencias de la Guardia Civil de Roquetas de Mar de un ciudadano que se presentó voluntariamente en ellas como consecuencia de un mínimo incidente de tráfico nos sitúa, una vez más, frente al gran problema social y moral que nos plantea la existencia de dos formas de entender ese fenómeno sociológico que llamamos "corporativismo", también conocido como "espíritu de cuerpo" en las instituciones armadas.

La reiterada experiencia registrada en numerosos ejércitos y fuerzas de seguridad nos permite constatar la vigencia de dos modelos o formas posibles de entender ese espíritu de cuerpo o corporativismo estamental.

El primero de tales modelos o concepciones corporativas consiste en interpretar que, cuando se produce algún hecho con fuertes apariencias delictivas, protagonizado por algún o algunos miembros de una determinada institución o estamento fuertemente caracterizado como tal, la mejor forma de proteger la integridad, el prestigio y los intereses de la institución implicada consiste precisamente en negar y ocultar los hechos, y, cuando esto no resulta factible, minimizarlos, desvirtuarlos, ocultar los indicios acusatorios, y, en definitiva, asegurar en el mayor grado posible la impunidad de sus miembros y de la propia institución.

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La realidad internacional nos muestra una amplísima gama de episodios inscritos en este modelo corporativo, llegando a extremos tan graves como -por ejemplo- los ya conocidos del Cono Sur. Salvando todas las distancias correspondientes, pero ejemplificando de forma paradigmática el fenómeno corporativista que nos ocupa, recordemos que los militares argentinos negaron con desvergüenza inaudita durante largo tiempo la existencia de secuestrados y desaparecidos, hasta que esta siniestra realidad adquirió un volumen tan gigantesco que obligó a su reconocimiento oficial. Aun así, la incontenible presión corporativa de aquellos militares, incluso años después de finalizada la dictadura, logró arrancar al Gobierno democrático -todavía escasamente consolidado- las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, con las que consiguieron prolongar su impunidad por casi dos décadas más, hasta su reciente y definitiva anulación.

Aún más sofisticados, pero igualmente paradigmáticos, resultan los casos registrados en Centroamérica -caso UCA, en El Salvador, y caso Gerardi, en Guatemala, entre tantos otros-, donde los militares autores de los asesinatos de los jesuitas españoles de la UCA salvadoreña y del obispo guatemalteco Juan Gerardi, respectivamente, recurrieron seguidamente a la desaparición de evidencias, falsificación de pruebas, bombardeo mediático desde los poderosos sectores afines a la institución, etcétera, en busca de un logro corporativo tan inmoral como la total negación y el pleno ocultamiento de su participación en tales crímenes. Propósito que, por añadidura, se reveló finalmente infructuoso en los dos casos citados, algunos de cuyos autores pudieron ser identificados, juzgados y condenados. Desenlace excepcional, pues en aquellos ejércitos la regla general consistió en la masiva impunidad estamental, lograda a través de la fuerte y prolongada presión corporativa sobre las débiles estructuras civiles, justicia incluida.

Observemos, sin embargo, que las citadas instituciones militares del Cono Sur y de América Central, lejos de quedar moralmente indemnes, resultaron duramente descalificadas, socialmente desprestigiadas e internacionalmente reprobadas. Cosa inevitable, ya que la característica esencial resultante de este primer modelo corporativo es precisamente ésta: al resistirse corporativamente la institución a individualizar, juzgar y condenar a los responsables de aquellos crímenes cometidos por sus miembros, haciendo imposible su castigo, ante tal imposibilidad, la ignominia de tales acciones recae inevitablemente sobre el conjunto de la corporación. Se salva a los culpables, pero a un terrible precio: el profundo desprestigio institucional.

El segundo modelo corporativo, por el contrario, consiste en asumir, con lúcido realismo, que en toda corporación numerosa, por muy respetable que sea, puede surgir un ladrón, un estafador, un pederasta, un maltratador, un violador, un torturador, un secuestrador, incluso un implacable asesino; pero que, en tal caso, es la propia corporación la primera interesada en hacer justicia y, sobre todo, en librarse de tan indeseable lastre. Primero, por simple decoro estamental y pura exigencia moral, y segundo, incluso por puro egoísmo -legítimo egoísmo corporativo, moralmente irreprochable en este caso-, ya que, si se opta por blindar y encubrir al delincuente incrustado en sus filas, garantizando corporativamente su impunidad, ocurrirán tres hechos abominables: primero, se cometerá una injusticia, al encubrir un grave delito, que quedará sin el obligado castigo y verá asegurada su impunidad. Segundo, se sentará un gravísimo precedente, propiciador de nuevos delitos, al deducirse que cualquier otro crimen similar se verá igualmente protegido por el sólido blindaje de la corporación. Y tercero, se causará un fuerte daño corporativo a la institución, al desprestigiarla gravemente ante la propia sociedad y ante la comunidad internacional, por evidenciar ante ambas que esa corporación alberga a delincuentes que gozan de su protección, con la consiguiente amenaza para el bien común. Desgracias, todas ellas, que este segundo modelo corporativo rechaza por dañinas e intolerables para la institución, y, en definitiva, para toda la sociedad.

En consecuencia, aquella institución que asume este segundo modelo corporativo, basado en no admitir en sus filas a ningún autor de graves delitos, se ocupa -cuidadosa y firmemente- de evitar tales desgracias a su corporación. Cuando algún caso de delincuencia surge dentro de sus filas, lejos de encubrirlo y arrojar cortinas de humo sobre él, se investiga el caso, se procesa y juzga a los implicados, se absuelve a los inocentes y se condena a los culpables. Pero, sobre todo, se les separa de la institución, si la gravedad del delito así lo exige. Y ello, tanto por imperativo moral como por la cuenta que le tiene a la propia corporación.

Recordemos otro caso real, muy diferente de los anteriormente citados. En 1993, en la Operación de Paz desarrollada bajo mandato de la ONU en Somalia, participó una unidad de cascos azules canadienses. Tiempo después se supo que un grupo de miembros de aquella unidad habían capturado a varios jóvenes somalíes, a los que sometieron a torturas y tratos degradantes. En el curso de éstos, uno de ellos falleció. Aquel sorprendente dato no encajaba en el concepto general que se tenía -que todos teníamos- del Ejército de Canadá. Aquello era extraño y difícilmente comprensible: cascos azules, tropas canadienses, Operación de Paz, torturas, un muerto. Aquello no encajaba por ninguna parte. Pero aquello, por extraño que fuera, había sucedido, y se actuó en consecuencia. Los implicados fueron localizados, procesados, juzgados en Canadá y condenados a prisión. Más aún: la unidad fue disuelta. (Obviamente, nadie pide que aquí suceda lo mismo). En definitiva, aquel Ejército demostró que no toleraba en su corporación a individuos capaces de incurrir en tales excesos. He aquí, pues, otra manifestación de corporativismo. Pero esta vez se trata de ese otro espíritu de cuerpo -el sano y moralmente digno, propio de las sociedades avanzadas y de las instituciones democráticas- basado en la justicia y la moral, no en el encubrimiento y la impunidad.

Salvando, pues, todas las distancias -enormes, dicho sea de paso, con los casos aludidos-, examinemos de frente el triste caso Roquetas. La sustitución inicial del vídeo que muestra buena parte de los excesos cometidos por otro debidamente blanqueado que suprimía la tremenda paliza, y la ocultación deliberada, en el primer informe, del empleo de instrumentos contundentes de uso prohibido en la Guardia Civil son acciones que se hubieran situado de lleno en el primer modelo corporativista de los dos que acabamos de exponer, en caso de que los distintos escalones jerárquicos del cuerpo -desde los más inmediatos hasta los más elevados- hubieran hecho suyos ambos engaños, asumiéndolos pese a conocer su falsedad, con el propósito de ocultar la gravedad de lo sucedido.

Pero, muy afortunadamente, la maquinaria corporativa, lejos de ajustarse a ese negativo modelo, funcionó con notable corrección, salvo la desafortunada declaración inicial del director general. Tanto la actuación de la comandancia de Almería -que abrió una investigación interna apenas una hora después de los hechos, enviando inmediatamente para ello a Roquetas a un comandante y un alférez- como la del personal informático del puesto, que localizó las imágenes decisivas en el disco duro del ordenador, imágenes que fueron remitidas de forma inmediata a la citada comandancia, y que dieron lugar a la decisión cautelar del teniente coronel jefe de mantener apartado de su puesto al teniente del destacamento de Roquetas -principal imputado del caso-, así como las actuaciones institucionales posteriores -incluida la apertura de los correspondientes expedientes disciplinarios-, todo ello configura un conjunto de comportamientos alejados del modelo primero y plenamente insertos en el modelo segundo: el de la sana y correcta actuación corporativa.

Por su parte, las actuaciones ejecutivas y judiciales han seguido su curso, incluida la autopsia, con sus tremendas revelaciones. Lejos de poner a la Guardia Civil "a los pies de los caballos" -afirmación tan falsa como zafiamente partidista-, la Guardia Civil y su honor corporativo se han visto eficazmente salvaguardados, al señalarse como presuntos culpables de unos determinados excesos a unos individuos concretos, ante unos indicios objetivos de actuación delictiva. Será la autoridad judicial la que pronunciará la última palabra, absolviendo a los inocentes y castigando a los culpables, si los hubiere. También el propio cuerpo ha actuado adecuadamente para que así sea.

Ningún Estado democrático consolidado puede permitirse que sus instituciones -y menos las instituciones armadas- se rijan por el siniestro modelo corporativo de la impunidad. Y un cuerpo como la Guardia Civil es el primero en rechazarlo, asumiendo como propio el correcto modelo corporativo, basado en las exigencias de la justicia, los derechos humanos y el imperio de la ley.

Prudencio García es investigador y consultor internacional del Inacs. Autor de El drama de la autonomía militar: Argentina bajo las Juntas (Alianza, 1995) y El genocidio de Guatemala a la luz de la sociología militar (Sepha, 2005).

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