Meditación en la Alhambra
Que un poeta granadino regrese a la Alhambra después de subir a los rascacielos de Nueva York no supone acabar con la perplejidad, sino empezar a comprender sus verdaderas dimensiones. ¿Qué somos? ¿Qué es lo nuestro? Regresar a casa, como ciudadano moderno, occidental, laico, significa sentirse no sólo fascinado, sino también definido, por un recinto árabe. Desde niño he saludado a las visitas y he hecho de guía a través de unos palacios que son mi lugar, pero que no pertenecen a la tradición que se había fijado para mi carácter. Incluso he llegado a hablar de paraíso perdido, de melancolía, de granadinos expulsados, identificándome con Boabdil el Chico, siendo yo descendiente de la cultura cristiana y de los caballeros renacentistas que conquistaron la Alhambra. Es una pirueta ideológica parecida a la que representan los descendientes de los cristianos españoles que conquistaron América hace 500 años y que ahora se sienten herederos de la identidad indígena. ¿Qué es lo nuestro? ¿No respira la Alhambra en el fondo de mi experiencia histórica? ¿Me separa eso de Castilla? ¿Puede la historia condensarse en la verdad de un espacio?
Resolvemos nuestras insatisfacciones cotidianas imaginando misterios y leyendas salvajes más allá de nosotros mismos
En la puerta de la Justicia hay labradas una llave y una mano. A los niños nos decían que cuando la mano alcanzase la llave, los árabes volverían a tomar Granada
La Alhambra es un sitio adecuado para pensar, porque impone su belleza de contrarios y su lentitud sobre los visitantes
La perplejidad no admite respuestas fáciles, como las del costumbrismo o las que ofrecen las identidades seguras de sí mismas. Pasear por Granada, subir a la colina de la Alhambra, implica reconocer la tensión como única existencia real, la mirada vigilante que mantienen sobre la ciudad, desde hace siglos, el palacio de Carlos V y la torre de la Vela. No basta ni siquiera reconocer la dignidad del otro, de lo otro, con nuestro instinto de extranjeros, ideando con amor las bondades de un exotismo orientalista, lleno de tesoros escondidos y de misterios ingobernables. Aunque los pensadores cursis les disfruten distinguiendo entre la leyenda de los viajeros antiguos y la vulgaridad organizada de los turistas de hoy, muchos de los occidentales que entran ahora en el Patio de los Leones llevan escondido en el corazón el mismo impulso de Irving y de sus Cuentos de la Alhambra. El otro supone la posibilidad de una metáfora o de una conquista. La invitación a lo desconocido corre en paralelo, como demostró Edward W. Said, a la estrategia colonial. Resolvemos nuestras insatisfacciones cotidianas imaginando misterios y leyendas salvajes más allá de nosotros mismos, o decidimos que los otros son una amenaza para nuestro modelo de vida cuando dejan de ser una metáfora o un simple espectáculo turístico.
Pero yo no puedo pensar en la Alhambra como metáfora de lo otro, porque he crecido dentro de ella y porque confieso que, aunque sea un espacio sagrado, me siento muchos más cómodo bajo sus bóvedas que en las penumbras de las catedrales cristianas de la Edad Media. Y no creo que esta sensación pueda limitarse a la experiencia concreta del ser granadino. ¿Qué es lo nuestro? ¿Qué parte de nuestra cultura, de la filosofía griega, de la ciencia, del pensamiento y la literatura que hoy nos define llegó desde las costas africanas del Mediterráneo hasta los salones de la Alhambra o hasta las ciudades de Andalucía, antes de extenderse por Europa? Las identidades fuertes y separadas son aquí, como en todas partes, una quimera artificial. Por eso la Alhambra, esta mañana de verano de 2005, más que misterios, me sugiere preguntas. ¿Cuáles son nuestros peligros? ¿Y nuestros fantasmas?
En los arcos de la puerta de la Justicia hay labradas una llave y una mano. A los niños nos repetían la leyenda de que cuando la mano alcanzase la llave los árabes volverían a tomar Granada. Nunca supe si el cuento anunciaba una catástrofe o una reparación histórica. Sólo tenía claro que la Alhambra formaba parte de mi historia de niño cristiano y de mi experiencia de la felicidad. El peligro de las identidades y de los vínculos sociales es que tienden a confundirse, borrando el espacio de tensión que debe haber por medio, esa mirada vigilante que existe entre el palacio de Carlos V y la torre de la Vela. Son realidades necesarias que se convierten en agresivas si pierden la tensión de su discontinuidad. Los vínculos sociales suponen una agresión, de mil caras posibles, cuando intentan borrar las identidades particulares, imponiendo una homologación, o una banalización del mundo. No es poca la violencia que hace falta para confundir la realidad con una mapa abstracto. Por el contrario, las identidades pretenden imponerse en los vínculos sociales, confundirse con ellos, establecerse en los espacios públicos, sustituir a la política, como si la identidad fuese el único lugar legítimo de convivencia.
Entre las identidades y los vínculos conviene establecer ese territorio intermedio de tensión y vigilancia que suele llamarse conciencia, cuando lo aplicamos a los individuos, y ley y derechos cuando nos referimos a la sociedad. Un lugar incómodo sin duda, porque no se humilla a las caricaturas, ni al maniqueísmo, y ejerce el matiz, la discriminación, y suele ponerse en el lugar del otro para mantener el respeto ante sí mismo. No permite hablar de ellos y de nosotros, porque ellos son nosotros, como la Alhambra y el palacio de Carlos V son Granada, y porque ya no hay en el mundo nada que pueda despreciarse o legitimarse como fragmento. El otro tiene nuestro mismo pasaporte, así que conviene abrir debates en el espacio común del nosotros. Vivir en la tensión significa, por ejemplo, negarse a aceptar identidades que pongan en peligro la convivencia democrática y laica, y negarse también a que las amenazas sirvan de coartada para que los vínculos sociales renuncien al estado de derecho y borren las libertades individuales. No resulta una tarea fácil, pero la facilidad nunca ha sido un buen equipaje.
La llave y la mano de la puerta de la Justicia mantienen su interrogación sobre el futuro. La Alhambra es un sitio adecuado para pensar, porque impone su belleza de contrarios y su lentitud sobre los visitantes, que dejan de gritar y se acompasan con las palabras murmuradas de las fuentes. Siento aquí la necesidad de callarme y de meditar, frente a un mundo acostumbrado a gritar más de la cuenta, quizá porque nadie tiene ya verdadera autoridad sobre sus sueños. Y no se trata de disolverse en un sueño ajeno y establecido, sino de inventar un sueño que nos pertenezca.
La Alhambra de Granada
La relación de un poeta granadino con la Alhambra está marcada por la belleza y la perplejidad. Cruzar las puertas árabes, entrar en el paraíso interior de columnas, yeserías, jardines y fuentes que se esconde detrás de los muros de la Alcazaba, significa penetrar en uno de los lugares más hermosos del mundo. Es algo que se comprende, o se siente, desde niño, porque una armonía de matemática perfecta se apodera de la luz, el aire, el agua y la piedra. Todas las cosas, hasta los pasos del caminante, parecen integrarse en una idea exacta del espacio y del tiempo. Profanamos sin duda un lugar sagrado, la consecuencia de una imaginación que soñaba con Dios y con las armonías de las bóvedas celestes, con la perfección de una voluntad superior capaz de embellecer y ordenar la realidad. Pero se trata de un lugar sagrado por el que vuelan los vencejos y nadan los peces de colores. La vida, más que la muerte o el temor de un castigo, respira en este ámbito dominado por la luz. Un lugar de belleza desmesurada.
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