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Reportaje:LA COSTA LITERARIA

El silencio es imposible

Acababa de volver de Cúllar después de las vacaciones de Semana Santa y, en el bar La Playa de la calle Emperatriz Eugenia, nos fuimos reuniendo los amigos. Granada era en 1977 y, aún es, por su universidad, residencia temporal de miles de estudiantes. Casi todos nosotros, por primera vez, vivíamos independientes de la familia ya que cursábamos el primer año de carrera. No sé de quien partió la idea aunque creo que simplemente se leyó en voz alta el nombre del bar y de ahí se fue derivando en una apología del mar, el caso es que, a pesar de la proximidad de los exámenes finales, decidimos, tras escasas dudas, bajar al día siguiente a Motril en el coche del amigo de un amigo.

Hubo argumentaciones para ponderar aquella precipitada decisión de toda índole e incluso uno dijo de modo bastante razonable - aunque es ahora cuando lo veo así- que cuando hiciéramos el primer final, cuya fecha estaba irremediablemente encima, podíamos ir a la playa a relajarnos. Sin embargo, lo que nos convenció unánimemente fueron otras consideraciones que, por su inmediatez, resultaban ser más beneficiosas como, por ejemplo, que necesitábamos descansar de las vacaciones o que cuando nos pusiéramos a estudiar no hubiera interrupciones para no desconcentrarnos.

El silencio es imposible y, sin embargo, es ante el mar donde se siente el profundo silencio"

Íbamos cinco o seis, como mínimo, en un viejo coche hablando todos a un mismo tiempo, alternando o mezclando el barullo de las bromas con un tema de conversación que por ser reciente era muy cotidiano en esa época y en años posteriores como era el de la política: se acababa de legalizar el Partido Comunista y se hablaba de unas primeras elecciones generales democráticas. No teníamos ni idea de nada pero todos opinábamos, a veces, acaloradamente, sobre todos estos acontecimientos. Así fue gran parte de nuestro viaje a la playa, en cuyo trayecto, al ser día laborable, sólo nos cruzábamos con unos cuantos automóviles y con los autobuses rojos de la Alsina Graell, hilvanando pueblo a pueblo la distancia de Motril a Granada.

De los intensos debates se pasó a las quejas sobre el entumecimiento de las piernas al soportar parte de los cuerpos ajenos y, después, poco a poco al silencio provocado por la sensación de mareo debido a los badenes del asfalto, a las curvas de la carretera y al calor sofocante. En el último tercio del viaje callábamos, unos para sofocar los vómitos y otros por ir dormidos, aunque todos al final, salvo el conductor, terminamos mareados.

Fue llegando a Motril cuando vi y olí el mar por primera vez en mi vida y aquel mar, ese día, fue más mío que de nadie porque mi traje, hasta entonces, había sido el del campo. Cada uno nace con un traje a medida y es el tiempo y la voluntad y muchas otras circunstancias las que te hacen trajes nuevos, aunque, en el fondo, quizás, sea uno el mismo, además ¿qué más da el traje?

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Entonces, mientras los demás volvían nuevamente a las bromas y a las risas, a las dudas sobre quedarnos en la playa Poniente o Granada, fui yo la que quedé tranquila, con la vista quieta mirándolo y cegada, tal vez, de tanta claridad, lloré aunque jamás les comenté nada al respecto. Aún me perdura la primera sensación que me produjo el mar y es la de que el silencio es imposible y, sin embargo, es también ante el mar donde se siente el profundo silencio.

Pasamos el día bañándonos, comiendo los bocadillos que llevábamos, jugando en el agua y el mar, entretanto, impasible seguía con su costumbre de traer olas a la orilla para volver a llevárselas otra vez. La mañana y la tarde de aquel día de 1977 se nos fue pasando tan rápidamente como han transcurrido estos 28 años. Al atardecer comenzamos a recoger las sombrillas que durante todo el día habían dado sombra a la arena pues nosotros, embadurnados de Nivea y de algún potingue de fabricación casera hecho con aceite de oliva y limón, aguantamos todo el día al sol.

Al subir los montes de Motril, los que le resguardan de las extremas temperaturas de la capital, paramos el coche para contemplar la puesta de sol sobre el mar y fue entonces cuando advertimos que nuestras pieles estaban tan rojas como los autobuses de la Alsina, volvimos a colocarnos en aquel viejo coche, molestándonos el roce de la ropa, nuestro cansancio, los kilómetros que quedaban, pero lo que más nos importunó fue que el coche se parara de golpe, en mitad de la carretera, con un leve sonido como si se hubiera averiado ligeramente cuando, en realidad, es que había expirado y tuvimos que esperar horas para que llegara la grúa y remolcara a aquel montón de chatarra incluida la humana.

Casi de madrugada perdimos de vista las luces de Motril y amaneciendo llegamos a Granada. Allí nos esperaban, aparte de las noches de estudio, también las primeras manifestaciones y los primeros mítines, en definitiva, un imposible silencio aunque eso, quizás, ya pertenezca a otra historia.

Rosa Burgos (Cúllar-Baza, Granada, 1959). Es secretaria Judicial, autora de Fuga de voces, finalista en el premio de poesía del Ateneo de Málaga, y coautora de Aldea Poética, poesía en acción (Editorial Ópera Prima, 2000).

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