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MUJERES Y HOMBRES | Carlos Barral | CULTURA Y ESPECTÁCULOS

En el cobijo de las palabras

Probablemente Barral tenía razón: quienes escribimos quizá no contemos con más pertenencias que las palabras. "A ellas nos acogemos como cobijo y les confiamos la posibilidad de nuestra supervivencia", me decía una tarde de noviembre, paseando por Madrid, a la salida de una de sus comparecencias parlamentarias como senador. Iba tocado con la gorra de capitán Arguello y sostenía, con coquetería casi dieciochesca, el bastón, mientras me adoctrinaba sobre su obra, que, por entonces, yo estaba estudiando. "Uno no posee más vida que lo que tiene escrito, los estímulos ante la vida son básicamente verbales, no pensamos sino con palabras", insistía una y otra vez con convencimiento, golpeando el suelo con la contera. En su caso acertaba. Fue gracias a las palabras que Barral pudo construirse una identidad y hasta sentirse vivir a través de distintos personajes, los de editor, escritor, político, aunque intentara, casi con desesperación, que esas tres personas distintas conjugaran un único verbo, el verbo poético.

El personaje del editor o el del político se impuso al del poeta, jugándole una mala pasada que su muerte no ha remediado
Tendía a literaturizar cuanto tocaba, convencido de que sólo el arte puede consolarnos de las insuficiencias de la vida
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Maestro de editores

Barral quiso ser por encima de todo poeta y, a mi juicio, es ya para siempre el poeta de la llamada generación de los cincuenta que con mayor rigor y precisión construye una lengua propia. Para conseguirlo trabaja incansable el idioma, como si fuera un monje de la abadía de Cluny, encerrado en su celda -así le gustó evocarse alguna vez-, lejos de sus ocios calafellenses, lejos también de las tertulias nocturnas, alcohólicas y metropolitanas de su casa barcelonesa, compartidas, durante una época todos los martes, en homenaje a la tertulia de Mallarmé, con los amigos más asiduos, Gil de Biedma, Manuel Sacristán, Gabriel Ferrater, Jaime Salinas, hasta que el alba, siempre hostil, les devolvía a la cruda realidad diurna.

Es ese Barral, orfebre de la lengua, gongorino y mallarmeliano, el que me parece más interesante, en especial cuando consigue "modificar en sus versos el pasado de cada palabra, toda la inmensa y dormida carga que arrastra a través de los siglos", para que de nuevo suene y signifique como la primera vez, utilizando étimos, devolviendo incluso los colores a su sentido primigenio: blanco significa en su poesía hostil, y verde, viril, erecto... Y es de esa obra poética de la que emana todo lo demás. No hay ningún aspecto de su prosa, sean memorias -ahí están sus magníficas Años de penitencia y Los años sin excusa-, diarios o novelas, que no tenga un antecedente en sus versos.

Sin embargo, un destino irónico parece haberse burlado de tanto esfuerzo. Incluso en vida, el personaje del editor o el del político (no en vano fue senador socialista por Tarragona en dos legislaturas y eurodiputado) se impuso definitivamente al del poeta, jugándole una mala pasada que su muerte tampoco ha sido capaz de remediar. Que yo sepa, la repercusión poética barraliana sigue siendo nula. Barral, al contrario de Jaime Gil, cuyo número de seguidores es tan infinito como líricamente irrelevante, no ha tenido imitadores ni discípulos, aunque él alguna vez presumiera de que un brillante muchacho zamorano seguía sus huellas poéticas con provecho, me temo que se trataba de una invención...

Tanto en su obra como en su vida, Carlos Barral intentaba asombrar, quebrar la expectativa. Su comportamiento tenía un punto de extravagancia, y sus ademanes, bastante de esnobismo dandi. Solía usar la capa española cuando viajaba al extranjero como el más internacional de los editores peninsulares y bebía whisky en una época en que la inmensa mayoría de escritores tomaban cañas o chatos. Una tarde, en la presentación de una reedición de Gramática parda, el estupendo libro de García Hortelano, que tenía lugar en el hotel Ritz de Barcelona, le vi entrar y salir tres veces. Bajaba los escalones que comunican con el salón, oteaba el horizonte y retrocedía rápidamente. Buscará a alguien, pensé, y, en efecto, buscaba los flashes de la televisión que no se habían fijado todavía en que él, por fin, había llegado. Uno de los personajes de su única novela terminada, Penúltimos castigos, con nombre y apellido tomados de la realidad, le llevó a los tribunales por injurias. Barral decidió que había ensayado el papel en una obra de Pirandello y tras rehusar la inmunidad parlamentaria a la que tenía derecho, esperó a que los tribunales dictaran sentencia. La muerte le llegó antes de que eso ocurriera y la causa fue sobreseída.

Como Lope de Vega, Carlos Barral tendía a literaturizar cuanto tocaba y lo hacía como terapia salvadora, convencido de que sólo el arte puede consolarnos de las insuficiencias de la vida, aunque, en su etapa final, en los textos de Figuración del tiempo, incluso el arte será puesto en entredicho. Su inevitable propensión al mito le llevó a considerar que el paraíso de su infancia se ubicaba en Calafell, la población tarraconense donde su familia poseía una casa, en la actualidad comprada por el Ayuntamiento de la localidad a la espera, demasiado larga, de convertirla en centro de estudios barralianos. El paisaje de Calafell, horizonte de mar y barcas, espacio abierto para la aventura, fue una constante de la imaginación del escritor y de su mundo sensual y a la vez la mejor referencia de cohesión para la memoria de sí mismo. Al resguardo calafellense volvía con frecuencia, a menudo con sus amigos. Algunos como Vargas Llosa, Jorge Edwards, Muñoz Suay o Ana María Moix acabarán por pasar temporadas en Calafell, seducidos, quizá más por el entusiasmo contagioso de Barral que por el pueblo en sí. La devoción de Carlos por la playa de Calafell se extiende a sus aguas. Los diarios y las memorias barralianas, igual que muchas páginas de Cataluña desde el mar, ponen de manifiesto sobradamente que, entre todos los mares que se cruzan, es el mar doméstico de Calafell es el más apetecido y los marineros de esa zona los predilectos. Uno de ellos, Ramón Calvet, apodado El Moreno, comparece a menudo entre las páginas de los textos barralianos como compañero de viaje, trasunto de otros tantos emprendidos junto a los pescadores de Calafell, sus amigos, testigos de su boda con Yvonne Hortet, el día 4 de octubre de 1955, y compañeros de su última singladura un 17 de diciembre de 1989, en que las cenizas de Carlos fueron esparcidas en el mar, a dos millas de la costa calafellense, y cuyo débil rastro sobre las olas fue perseguido unos instantes por claveles rojos, para que se cumpliera así el deseo del poeta: retornar al mar al que debía sus mejores horas. No en vano aseguraba que se sentía incapaz de vivir lejos del mar: "No puedo estar demasiadas semanas sin verlo, es una necesidad casi histérica", confesaba. Tal vez debamos relacionar ese interés por el paisaje marítimo con el ansia de volver al útero materno, el húmedo espacio primigenio en el que el medio acuoso es fundamental. Barral, como Rilke, a quien tradujo, es un poeta del agua, metáfora del eterno fluir, pero a la vez de la sensualidad y la vida. Si tenemos en cuenta que entre los cuatro elementos es el agua el más sensual, no resultará difícil entender que sea el predilecto de un autor cuya obra se caracteriza por una enorme carga de sensualidad.

Seductor inveterado, amante de la heráldica y de las viejas espadas heredadas de su padre -aseguraba, no siempre tan en broma como pudiera parecer, que la ilusión de su vida hubiera sido llegar a ser vizconde de Calafell-, malogró por pereza lo que habría sido el mayor de sus éxitos editoriales: Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, ya que ni siquiera dio acuse de recibo del manuscrito, perdido junto a otros, sobre su mesa repleta de papeles. Por el contrario, la creación del Premio Internacional Formentor, del que fue impulsor máximo, otorgado en 1961 a Borges, hizo posible que éste dejara de ser un autor casi desconocido para convertirse en un referente de prestigio mundial.

En la España roma y gris de la dictadura, las publicaciones de Seix Barral, cuyo equipo encabezaba Carlos, significaron mucho. Fueron algo así como una escotilla por la que se renovaba un poco el aire enrarecido del fantasmal barco del franquismo.

Carlos Barral.
Carlos Barral.MARISA FLÓREZ

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