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Columna
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Extranjeros

En una carta al director de este periódico, publicada el pasado 18 de agosto con el título de "Madrid, ciudad del extranjero", el lector Antonio Muñoz Molina, residente en Nueva York, me quitaba las palabras de la boca, de la crónica y, de la réplica a las declaraciones de la arquitecta ítalo-barcelonesa, Benedetta Tagliabue, que el 17 del mismo mes, en la última página de este mismo diario, aseguraba que le darían más fácilmente un encargo en Londres que en Madrid y añadía: "Ésta es la verdadera impresión de los catalanes en Madrid: que es otra ciudad más del extranjero". Una ciudad del extranjero en la que, recuerda Muñoz Molina, la concejal de las Artes del Ayuntamiento y los directores del teatro municipal más importante, de la Orquesta y de la Biblioteca, nacionales, son catalanes. "...No puedo dejar de preguntarme", concluye el corresponsal, "por las posibilidades de que una persona de Madrid sea concejal de cultura en Barcelona". Pregunta ociosa que contiene su propia respuesta.

¿Por qué le llaman Madrid cuando quieren decir Gobierno?, un Gobierno en el que los madrileños no pintan nada por lo menos desde los tiempos de don Manuel Azaña, que del mismo Madrid, del mismo Madrid, no era, pues había nacido en Alcalá de Henares. El imprudente capricho de Felipe II, hizo de Madrid capital de un imperio, urbe de intrigas y de maquinaciones globales, blanco de insidias y residencia, que no patria, de diplomáticos y conspiradores, diplomáticos conspiradores y conspiradores diplomáticos, sede de funcionarios y central de especuladores, cenáculo de cortesanos y corral de pícaros y truhanes, mentidero de todas las Españas posibles que son muchas y siempre malavenidas.

Cuando las pesadas botas de los Ejércitos franquistas aplastaron a los últimos defensores de la República, Madrid, capital de la resistencia antifascista, fue humillada, expoliada y tomada por las hordas del orden nuevo, legiones de invasores que ocuparon las viviendas y los puestos de los vencidos, de los muertos y de los huidos.

Poco tiempo después y para un tiempo demasiado largo y terrible, Madrid pasaría de símbolo de la resistencia democrática frente al fascismo, a encrucijada de impracticables rutas imperiales, capital del odio y la revancha. Durante 40 años la urbe desahuciada se transformó en capital de una siniestra mascarada, un estado de títeres en el que bajo los más peregrinos disfraces aparecía la ominosa sombra de un dictador sanguinario que, pasados los momentos de euforia totalitaria de nazis y fascistas, trataría de hallar chuscas e imposibles homologaciones para su peculiar democracia "orgánica", dirigida por el órgano supremo del generalazo.

Tras los primeros años "triunfales", tras la imposible autarquía ultranacionalista, pasados los primeros entusiasmos, agotadas las marchas triunfales y los victoriosos desfiles, Madrid, Cela dixit, se transformó en una mezcla entre Navalcarnero y Kansas City poblada por subsecretarios.

La "españolidad" obligatoria de Madrid y el aplastamiento sistemático, en nombre del "españolismo" de culturas y nacionalidades ibéricas contribuyó a ahondar aún más la brecha, el aislamiento de la capital; la supuesta "españolidad" madrileña marcó su falsa condición de ciudad "extranjera" para los ciudadanos "periféricos". El odio justificado al franquismo devastador se transformó en odio a Madrid, sin exclusiones, ni excepciones, y en este saco sin fondo de nuevas rencillas y viejos agravios cabíamos perfectamente los madrileños antifranquistas, víctimas del centralismo, injustamente identificados con nuestros verdugos, más terribles para nosotros porque estaban más cerca y nos seguían mejor los pasos.

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Que 30 años después de la desaparición nominal del franquismo, ciudadanas como la arquitecta Tagliabue, reincidan en el tópico de la extranjería de Madrid, no es señal de cosmopolitismo sino de arrogante ignorancia, influida tal vez por un nacionalismo catalanista que intenta conjugar la barretina con el diseño y la arquitectura de vanguardia con los castellers y la sardana.

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