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Filmoteca de verano | GENTE
Columna
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Fu-Manchú y el turismo cultural

El cine puede servir como sucedáneo de turismo cultural. El turismo auténtico obliga a hacer grandes colas para visitar monumentos, museos y excavaciones, y entraña el riesgo de que la satisfacción no compense el esfuerzo invertido. Algunas películas, en cambio, permiten visitar lugares culturalmente relevantes sin moverse del sofá y a un precio razonable y, en caso de decepción, sólo habrás perdido un par de horas. Es el caso de El castillo de Fu-Manchú, rodada entre Estambul y Barcelona. La parte de Estambul nos ofrece vistas interesantes de la ciudad en 1969, antes de que fuera invadida por ultracuerpos turísticos. La parte de Barcelona nos permite visitar el Parque Güell, el Parque de la Ciudadela y los aledaños de la Plaza Palacio sin tener que comprobar la acelerada degradación del paisaje barcelonés. Que el Parque Güell sirva de localización para representar el castillo de Fu-Manchú es un guiño del destino, previo a la santificación de Gaudí como mártir del touroperatorismo. Que el arquitecto muriera atropellado por un tranvía en una ciudad que cuenta con otras víctimas de este transporte público no hace sino confirmar su modernismo.

Algunas películas permiten visitar lugares culturalmente relevantes sin moverse del sofá

El legado de Gaudí, exótico para tantos miles de turistas, sirve igual para dignificar una escenografía operística como para enmarcar esta dramatización del mítico villano oriental interpretado por Christopher Lee, un actor propenso a los papeles de majara mesiánico. La película la dirigió Jesús Franco, un marginal errante recuperado por el ala freak de nuestra cinefilia. Es autor de unas interesantes memorias (Memorias del tío Jess) en las que cuenta que conoció a Chet Baker, que comió churros clandestinos con Fernando Fernán-Gómez y que cuando el dictador Francisco Franco visitó su colegio, al despedirse le dijo: "Enhorabuena, tocayo". Sin embargo, ni siquiera con la benevolencia de los devotos consigue uno entusiasmarse con estas aventuras de poca monta. Sus valores visuales permanecen, eso sí, sobre todo esa escena final en la que la galería de columnas del Parque Güell explota por los aires (aunque no se si a Gaudí le habría gustado). En 1969 estas cosas todavía podían hacerse sin miedo a ser interpretadas como apología del terrorismo. Y es que, por desgracia, el mundo ha empeorado en algunos de sus aspectos. No me refiero a que las colas para visitar museos y castillos vagamente históricos se hayan multiplicado (hasta el punto de que lo más interesante de los museos son las cafeterías y las tiendas de souvenirs), sino a que la amenaza de algún megalómano ya no es cosa de risa o de película con estética de restaurante chino.

Vista hoy, El castillo de Fu-Manchú da miedo por su vigencia. Un temible chiflado urde un plan para acabar con el mundo y amenaza con congelar todas las aguas del planeta. Se llama Fu-Manchú y se comunica con sus víctimas a través de unos mensajes que interfieren las ondas hertzianas. Su retórica agresiva y delirante le lleva a decir cosas como: "Los jefes de Estado del mundo deben prepararse a satisfacer mis exigencias". Aparecen espías, traficantes de opio, gobernadores corruptos, científicos secuestrados, y el poder maléfico de Fu-Manchú se manifiesta a través de venenos, sabotajes y máquinas del mal. Al final de la película, cuando parece que los buenos han ganado, el malo vuelve a salir en pantalla para decirnos algo terrible: "El mundo volverá a saber de mí". Fu-Manchú cumplió su promesa, aunque haya cambiado de aspecto, de identidad, de nacionalidad y de religión. Es, pues, un guión visionario que reproduce casi todos los vicios del terrorismo internacional, con sus profetas y fanáticos, sus verdugos y sus víctimas.

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