La desorientación como síntoma
Cada tiempo imprime un sello particular a la subjetividad y trae consigo sus propios síntomas y malestares. No supone ninguna novedad decir que hay una interrelación entre el sujeto y el tiempo que le ha tocado vivir. Y si tuviéramos que hacer una disección de nuestra época, una de las características más relevantes y generalizadas que encontraríamos a flor de piel sería, sin duda, la desorientación.
Vivimos un tiempo de desorientación, en el sentido de pérdida de puntos de referencia. Y decir desorientación es decir confusión. No sugiero que ésta sea exclusiva de nuestra época, pero nunca hasta ahora había alcanzado la dimensión de verdadera epidemia social, afectando a todos los sectores y reductos sociales. Podemos, entonces, interpretar el fenómeno de la desorientación como un síntoma social. Se diría que las brújulas de las que el mundo se ha servido para orientarse en la vida se han oxidado definitivamente. La última que ha quedado fuera de juego en nuestras latitudes ha sido la de los ideales -lo que se ha venido en llamar la crisis de valores de la civilización actual-, que, como sabemos desde el psicoanálisis, han descansado siempre sobre el prestigio del padre.
No es exclusiva de nuestra época, pero hasta ahora no había alcanzado dimensión de verdadera epidemia social
Desde este prisma, caída de los ideales y caída del padre es decir lo mismo. Cuando digo caída del padre hablo del declive de la autoridad y el prestigio del padre en todos los ámbitos de la existencia, comenzando por el más cercano e inmediato, el ámbito familiar. Hoy, la figura del padre, que realizaba una función esencial en la subjetividad de cada uno y, en tanto que tal, tenía todo su peso en el nivel social, está cada vez más y más desvalorizada. Hemos pasado del padre glorioso al padre patético.
No obstante, podemos pensar que la oxidación de las brújulas había comenzado mucho antes. Tendríamos que mirar hacia atrás, y quizás llegar hasta aquel momento lejano en el que se resquebrajó la larga época de los ciclos inmutables de las estaciones, ligada a la naturaleza y la agricultura. Quizás esa ruptura pudo marcar el final de la gran era de certidumbre, dando comienzo lentamente un fenómeno que hoy se puede ver como una progresiva disolución de las estructuras subjetivas - y sociales, por tanto- de siempre. De hecho, ya a finales del siglo XIX, Nietzsche proclamaba la muerte de Dios y, todavía hoy, el filósofo Henri Lévy define a nuestro tiempo precisamente como "la época de la muerte de Dios".
"Dios", "el padre", "los ideales"... no son más que puntos de referencia, en lo simbólico, que han ordenado y dirigido la vida de generaciones y generaciones. Es la caída de estos puntos de referencia la que ha producido este clima de confusión e incertidumbre que soportamos, esta sensación subjetiva del hombre postmoderno de estar desarraigado y perdido.
¿Cómo podemos entender esto desde el psicoanálisis? Debemos partir recordando la inevitable dependencia entre el sujeto, como producto del lenguaje y de todo el sistema simbólico transmitido a través de él, con respecto al Otro con mayúscula, tanto materno como paterno en primera instancia, como aquel a quien conferimos el poder de satisfacer nuestra demanda. Son figuras representantes, a su vez, del Otro social, encarnado por las instituciones sociales, como lugar de la ley, la garantía y la validación del sujeto. De hecho, la primera decisión que hay que tomar ante toda concepción humana es elegir el nombre que identificará a esa criatura ante el colectivo social. Y, una vez que ha nacido, corremos al juzgado para inscribirlo social y simbólicamente. Se trata de la instancia comunitaria que reconoce al sujeto a la vez que reglamenta sus derechos y obligaciones, es decir, lo prohibido y lo permitido, lo legítimo y lo ilegítimo, lo que podemos esperar y lo que no debemos esperar.
Es este Otro de la ley el que ha perdido consistencia y se ha eclipsado parcialmente. Hoy es a todas luces evidente que la normativización ha perdido legitimidad. Prohibir es hoy un significante tabú, la reglamentación provoca indignación, y cualquier pequeño límite es impuesto con culpabilidad y contradicciones internas. Y la erosión de esta instancia simbólica y reguladora no puede más que acompañarse necesariamente de una eclosión salvaje del goce, en su sentido más enfermizo y sintomático, y de su oleada correspondiente de cinismo e individualismo, toda vez que es precisamente con ella con quien el sujeto firma el pacto por medio del cual renuncia a una cierta dosis de goce para ser socialmente aceptado y poder funcionar en el mundo.
Casi podríamos decir que el discurso social, que hacía hincapié en la prohibición del goce, ha dado paso, no ya a una permisividad extrema, sino al empuje a gozar. Hemos pasado de la represión extrema a la transgresión feroz. Y no parece que esta ruptura radical haya aliviado el malestar subjetivo ni el social. Es un vuelco que, por añadidura, en nuestro país se ha producido de forma especialmente drástica. Así, en las nuevas patologías que se expanden masivamente en las sociedades modernas (anorexias-bulimias-obesidades, clínica de las adicciones y dependencias, depresiones, actos de violencia, angustias...), lo que está en juego en primer plano es la pretensión autista de desengancharse de ese Otro al que el sujeto está unido por su cordón umbilical. Pero lo que el individuo postmoderno no sabe es que, seccionando artificialmente esta conexión, amenaza también al propio sujeto, que pasa a quedar suspendido sobre el vacío. Desde esta óptica, es precisamente este desenganche la causa de la desorientación, como uno de los síntomas sociales de época.
Luis Fermín Orueta es psicólogo y psicoanalista.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.