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Columna
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Ángel

Hace unos días viví una experiencia muy desagradable: un error de diagnóstico, a causa de un exceso de celo profesional por parte de un médico, o quizá por culpa de su falta de talento o experiencia, me mantuvo ingresada en la clínica de la Concepción con un pronóstico bastante grave. Señalo, para no herir susceptibilidades y hacer honor a la verdad, que el diagnóstico no fue dictaminado allí, sino en el hospital Clínico, al que entré por urgencias y desde el que me remitieron (en ambulancia) a la citada clínica, donde siempre dudaron de la gravedad del asunto. Por suerte, tenían razón y todo quedó en un absurdo susto.

Pero durante veinticuatro horas fui una virtual enferma de incierto futuro. Por primera vez en mi vida, pasé esa clase de miedo. De mi ingreso (que ahora llamo, con forzado sarcasmo, "el episodio"), quiero referir un par de aspectos contradictorios. El primero tiene que ver con la crueldad de ciertas normas de la Concepción; el segundo, con el impagable trato de uno de sus trabajadores.

Desde el momento en que entré en la clínica, se me impidió cualquier contacto con mis familiares, que esperaron noticias fuera durante horas. Me ubicaron, monitorizada, en un box de urgencias. Pasada la medianoche, mis familiares decidieron irse a casa a descansar, pues les advirtieron de que en ningún caso podrían entrar a verme. Me encontraba bien y podía hablar, pero el supuesto diagnóstico podía, eventualmente, resultar fatal, por lo que mandaron a los míos a casa sin la posibilidad de darme siquiera un disimulado beso de despedida.

Yo me quedé llorando sin disimulo. Lejos de sentirme protegida en tan precaria situación, tuve una sensación de frío secuestro, de despojamiento de esos derechos que van más allá de recibir un tratamiento médico adecuado: tocar un momento la mano de mis seres queridos, ver su amorosa sonrisa, aspirar un instante su olor cuando me dieran un beso y se alejaran guiñándome un ojo con complicidad. Esa norma insensible restringió mi salud, entendida en un sentido integral.

Mi noche allí fue todo lo terrible que puede ser una noche en un lugar así. Cuando conseguía domar los oscuros pensamientos que me provocaba el pánico y caía rendida en el sueño, enseguida me despertaban los gritos obscenos de una demente a la que tuvieron que reducir por la fuerza, los lamentos de una anciana que pedía una y otra vez un trago de agua, los gemidos de una chica ecuatoriana que llamaba tan bajito a la enfermera que nunca la escuchaban. Como ya habían dado la cena cuando ingresé, me dolía el estómago de hambre, pues llevaba muchas horas sin comer; como no me dejaban levantarme para ir al baño, la cuña se me clavaba un buen rato hasta que se acordaban de venir a retirármela. Amaneció con la misma tristeza y el mismo miedo.

Pero entonces llegó el cambio de turno y apareció Ángel. No podía llamarse de otro modo. Con él vino una luz que sólo puede emanar de una criatura angelical, de una persona buena. Creo que era auxiliar de enfermería, porque nos incorporó la cama, nos estiró las sábanas y nos trajo la bandeja del desayuno. Pero, sobre todo, consiguió lo que parecía un milagro: que nos riéramos todos los que estábamos allí, la anciana sedienta y la chica sin voz y yo misma.

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Nos contagió de una ligereza y de un buen humor que disolvían todas las sombras de la noche, nos trató con tanto cariño y alegría que nos dio fuerza y nos devolvió la esperanza. Era un amigo a quien queríamos tener cerca y allí estaba, haciendo bromas sobre nuestro peinado. Por eso, cuando nos trajo un peine que no servía ni para el pelo de un bebé, nos esforzamos por desenredarnos, por estar presentables, por recuperar la salud. Su presencia fue tan eficaz que pensé que la cualificación del personal sanitario debería exigir la generosidad del buen humor, de la simpatía y de la risa. Gracias, Ángel de profesión.

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