Días de vino blanco
MI TINTO DE VERANO preferido es el blanco. Por eso, entre otras razones, veraneo en Galicia, reconocida patria de algunos de los grandes blancos europeos. Soy, lo confieso, muy partidario del albariño. Gran placer ese de ver esconderse el sol con una copa de blanco frío. Vistos los informes de los placeres preferidos por nuestros jóvenes, me doy cuenta que donde se nos notan los años, las décadas, más allá del espejo, es en estos ritos tan paganos. Pertenezco a una generación que todavía bebe. Una generación, degeneración, tan perdida, que incluso -y seguimos con las confesiones- también fuma. Aún diría más, de una secta generacional que prefiere ver las películas en versión original antes que las series españolas de las televisiones. En vacaciones sale más el emiliolledó que uno lleva dentro, que el juancueto que siempre nos resultó tan cercano. ¿Será porque en vacaciones, fuera de casa, estamos tan lejos de las pantallas planas como Esperanza Aguirre lo está de Localia? Espero que sea una tormenta de verano, que en el retorno, después de nuestros paseos por las iglesias, y, si hace falta, por los confesionarios, volvamos a ser aquel hombre con atributos, con televisión y con digitales a la madrileña. De algo tienen que servir mis plegarias, mis caminos de Santiago, mis visitas a monasterios y otras consagraciones a los mitos y ritos de este lugar de Occidente. No tengo información, pero tengo fe. Y la fe, ya se sabe que mueve montañas digitales. También a dedo se movían las concesiones gallegas. Es lo que tiene lo digital. Los dedos gallegos del poder fraguista se movieron deprisa, deprisa, y en tiempo de prórroga. ¿Qué harán con ese pinto, pinto gorgorito de antaño los nuevos nietos de Breogán, los socialgalleguistas de la Galicia del cambio? Seguiremos atentos a todas las pantallas.
Suave pasa el verano y aquí seguimos tirando humildes cohetes de romerías, pasando el billete del especial de la ONCE por los intestinos de san Amedio, disfrutando del mejillón, o del polbo sin jet, en estas rías que van a dar a la mar. Un buen vivir. Seguimos, avivando el seso, despertando en un país antiguo y renovado. Revisitando a nuestros clásicos, leyendo, bebiendo y recordando otros endos. Tampoco somos lo que fuimos, pero mantenemos la memoria. Aquellos fuegos, aquellos truenos vestidos de bandoleros, ahora se refugian en las butacas de mimbre de los renovados balnearios. Así encontramos, entre sus terremotos imaginarios y sus lecturas, a Sancho Gracia, durmiendo hasta el mediodía, reposando sus huesos, su pulmón y sus pasiones serranas a la sombra del balneario de Mondariz. Así somos, si así os parece, marchosos domesticados, fierecillas domadas y en reposo. Viejos rockeros cruzando las rías como el que cruza el Misisipí, rebajando los excesos para de vez en cuando poder caer en las mismas tentaciones que antaño. Tan lejos del Incosol. Tan cerca de la Galicia que sigue bebiendo y comiendo por veinte euros. Tan cerca de los santos; tan lejos de nuestros jóvenes, ¡ay!, que pasan de la gastronomía, del Harry's bar o de la Centoleira de Beluso -que viene a ser lo mismo, pero versión del Morrazo y con mejores mariscos-, que prefieren disfrutar de sus ejercicios digitales y corporales a la sombra de las músicas de Benicàssim, que se ha convertido en algo así como el Canet Rock, pero en multinacional, de nuestra generación. ¿Dónde nuestros desmadres de antaño?
Somos otros, volvemos al mismo mar de todos los veranos. El mismo donde nos encontramos a Javier Solana descansando. Es un decir, porque ni en su veraneo se libra de moverse entre un teléfono mirando a Gaza y un e-mail en dirección a Irán. Busca tiempo para sus lecturas, para sus complicidades en el restaurante El Playa o en el chiringuito de Lapamán. Allí le vimos, en compañía de sus amigos Miguel Muñiz y Alfredo Tejero, dos clásicos de la progresía que ahora ponen letras y números en el teatro Real. Allí estaban, como maduros beach boys, a pie de playa, con algunos libros y en bañador. Vistos así, con las cañillas al aire, cualquier personaje, por más cargos que ostente, nos parece humano, demasiado humano. Nos acercamos para cotillear sus lecturas veraniegas. A saber: el libro de verano de Solana es La montaña mágica, en la nueva traducción de Ana García Adanes, sin duda una obra maestra que nos hace volver a otro balneario, a otro tiempo. A esa prehistoria cercana de los años anteriores a la I Gran Guerra. El estallido de tantas cosas que todavía no han dejado de comenzar. ¡Cuánto duran algunas pasiones, algunas condiciones de los seres humanos! El superministro nos contó que alternaba esa lectura con Las memorias de ultratumba, de Chateaubriand.
Muñiz, también muy atento a la moda, volvía a la lectura de otro clásico, a Tess de los Duberville, de Thomas Harry. Una novela río que maravilló al inquieto Polansky, la hizo cine, y nos dejó el regalo de volver a soñar con Natasha Kinski. Tejero, para seguir desacreditando a los que piensan que el verano es el reino de las lecturas light, estaba enganchado a Sebastián Haffner, a su radiografía imprescindible del nazismo, titulada Alemania: Jeckyll y Hyde. Cuando me preguntaron por mi libro de playa casi me sentí frívolo. Yo, como tantos miles de lectores en tiempo de vacaciones, estaba terminando Tokio blues, del japonés Haruki Murakami. Me sentí pequeño, algo así como los Beatles ante Wagner. Todavía fue peor cuando les confesé que me había encantado. Como si les hablara en chino. Allá ellos, yo me sentí joven, me sentí como de Benicàssim.
Para compensar les invité a la fiesta del albariño en Cambados. Declinaron mi invitación. Acertaron. En aquel festejo no habían llegado las noticias del cambio gallego, Fraga seguía siendo el presidente. Las culpas de que el albariño estuviera caliente era de los socialistas, de Touriño y Pepe Blanco sobre todo. Y, aún peor, Bertín Osborne era su cantama-ñanas, su invitado especial. Disimulé, hice mutis por la ría. Y volví al ribeiro. Me reencontré con los vinos que bebían Castroviejo y Cunqueiro. Yo no me la frago más, ni por la memoria de los Osborne.
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