La sal más pura
Cuando me ronda la tristeza, corrientemente al caer la tarde, extraigo de ese fondo impredecible que somos, algún recuerdo. El hecho de que sea un recuerdo disminuye la tristeza y me protege contra el tiempo. Esta vez acompaña a la memoria un sabor persistente: el sabor de la sal marina.
Lo recuerdo asociado, quizás de un modo caprichoso, a una vecina mayor que yo a quien estaba resuelto a salvar de ahogarse en el mar. No tenía ningún plan concreto para hacer que eso fuera posible, pero soñaba despierto con salvarla de una resaca traicionera y con su gratitud por haber sido rescatada de las olas, aterrorizada, y depositada sana y salva en las doradas arenas de la playa. E imaginaba la textura de su piel mojada y el tacto nervioso de sus músculos al sentirse perdida y presa del pánico.
"Allí estoy yo con un pincho mortificando a un cangrejo entre los recovecos de una cueva"
Todas las tardes de la semana me bajaba a la playa, pero ella iba sólo a broncearse para luego pasearse mecida por el aliento fresco de la noche en la ceremonia del paseo marítimo. Se acercaba a la orilla para refrescarse y lo más que entraba era hasta que el agua le llegaba a la altura de las rodillas, y siempre sujetando con la mano un sombrero de paja que llevaba para resguardar del sol la cara y el cuello.
Así que llegábamos mi familia y yo hasta Santa María del Mar (Cádiz) y bajábamos a la playa por una escalera de piedra, vieja y medio derruida. Yo me quitaba la camiseta y me iba derecho a nadar, como si eso la impresionara, y ella, en tanto, extendía una toalla sobre la arena caliente, se desvestía con deliciosa parsimonia, se tumbaba boca arriba, encendía su aparato de radio y se tapaba la cara con el sombrero de paja.
Al regresar, me dejaba caer en la arena lo más cerca, jadeando aún, y estudiaba las líneas de su cuerpo. Su piel subrayada junto al borde elástico de su bañador, cuando se daba la vuelta y se tumbaba sobre su vientre. Quería rozar, como una araña, sus clavículas y me detenía en las extrañas formas que en sus rótulas dibujaba el salitre.
Llevaba un bañador entero, ampliamente escotado por la espalda, hasta donde se iniciaba la línea divisoria que dejaba ver dos hoyuelos por encima de sus nalgas. Lo mirara por donde lo mirara su trasero me parecía maravilloso.
Empezaba a llenar la marea y, desconectada del mundo, una lengua imprevista de mar la despertaba de una profunda siesta. Su toalla como una alfombra mágica se deslizaba sobre la espuma y ella saltaba como un gato. El sombrero y la radio flotaban dulcemente. Y su cuerpo, al fin, se mojaba del todo. Recuerdo una novela de Graham Greene, en la que se decía: Todos los cuartos de las mujeres enamoradas están llenos de agua.
Luego huía a mariscar en el roqueo tapizado de algas o verdín. El azul del mar transparentaba un verano acuático superficie abajo de sapitos, camarones y burgaíllos. Allí estoy yo con un pincho mortificando a un cangrejo moro atrincherado entre los recovecos de una cueva. Sobre el cantil de la piedra observaba desde el rompeolas el arco de la ciudad, la cuerda del horizonte como un dibujo de Rafael Alberti donde de una gran caracola brota la proa de un barco que navega multiplicando estelas como ecos que se abren en distintas direcciones.
Entonces el aire era limpio, Cronos no devoraba a sus hijos y parecía que estas historias no iban a terminarse nunca. Historias que, junto con el color del agua y el olor del aire y de la orilla, se funden en mi recuerdo con las imágenes de alguna raya coleando con elegancia en el fondo de una barca. Y con la visión de una docena más de peces sujetos a un sedal, algunos de ellos todavía vivos saltando en un cubo, escapándoseles la vida entre las agallas.
Libertad, claridad y optimismo traía el viento salino del estío, ese viento de poniente que ventilaba no sólo las manchas de la sal liberada de las aguas en las rodillas de mi vecina, sino también la sal de las palomitas de maíz en el cine de verano o la sal de un beso ganado al azar jugando a la botella en las largas tardes de recreo en el patio de la casa de mis primos.
Su sabor permanece en el recuerdo, como la voz de aquel mar se remansa en el sonido de la caracola y amplía sus ecos cuando nos alejamos muchos años de la infancia. Y es que la sal tiene el poder de purificar y de proteger los lugares y los objetos que, por inadvertencia, el olvido haya contaminado.
José Manuel García Gil (Cádiz, 1965) es profesor de Lengua y Literatura y dirige la revista Caleta. Ha publicado los poemarios Verdades a medias, Las veces del río y El salón de los eclipses.
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