Lo que dura un segundo
La mujer de la foto tiene las manos atadas a la espalda y una soga al cuello. La van a ejecutar. El verdugo es seguramente el individuo al que vemos de perfil, con una pistola al cinto. La mujer se arrodillará e inclinará la cabeza, de forma que su melena se abra como una cortina para ofrecer la nuca al arma. Dada la escasa envergadura de la víctima y la proximidad del cañón, la chica caerá al suelo como un pájaro abatido con un tirachinas. La sangre formará coágulos que se adherirán a sus cabellos. Tras certificar la defunción, los policías conducirán el cadáver a una estancia cercana, donde el forense le hará la autopsia para cerciorarse de las causas de la muerte. Tras este trámite administrativo, le robarán burocráticamente los órganos, que llegarán frescos al mercado negro, donde un hígado vale un riñón y un riñón cuesta un ojo de la cara.
Todo ha durado menos de lo que hemos tardado en escribir el párrafo anterior. Las cosas duran lo que duran, pero si hubiésemos vivido esos minutos desde la cabeza de la mujer ejecutada, el tiempo se habría dilatado de tal forma que en cada segundo habrían cabido siete vidas. La cámara lenta, en el cine, reproduce literalmente la percepción del tiempo en las situaciones de estrés. Y lo percibimos de modo que sus décimas adquieren un aura, un hálito, un resplandor del que carecen en la vida diaria. Ahora mismo, mientras la mujer levanta la cabeza y cierra los ojos con expresión de dolor o de súplica, se está viendo a sí misma al microscopio, levantando la cabeza y componiendo un gesto de dolor o de súplica.
No queremos ni pensar cómo ha sido su última noche en el corredor de la muerte, llamado así porque parece una vagina inversa que conduce al útero colectivo de la muerte. Es un corredor sucio, de cemento y hierro, que rompe aguas hacia el lado de allá con una violencia a la que no hay manera de resistirse. Sólo en China murieron ejecutadas 3.400 personas durante 2004. Y los cálculos están hechos por la cuenta de la vieja, pues en realidad no hay cifras oficiales. Según Amnistía Internacional, serían muchas más.
Sorprende lo bien arreglada que se ha presentado la mujer ante sus verdugos. No hay un solo detalle de desaseo. Lleva, como ven, la chaqueta abrochada hasta arriba y da la impresión de haberse peinado antes de abandonar la celda. Hasta la soga que rodea su cuello podría parecer, en un primer instante, una gargantilla. No sabemos si es por la tarde o por la mañana; si lunes o miércoles; si la mujer tenía hijos o padres. No sabemos ni cómo se llamaba ni por qué fue ejecutada, dando por supuesto que las ejecuciones tengan un porqué. Pero si observamos la foto detalle a detalle, dejándonos invadir por el desasosiego que produce la contemplación del horror al microscopio, comprobaremos que los segundos durante los que fue obtenida no han dejado, inexplicablemente, de durar. Aún podemos escuchar el clic de la máquina como si fuéramos los autores de la instantánea. Y el clic de la pistola como si la estuviéramos amartillando. En cuanto a ese ruido que acaba de retumbar en su cabeza de usted, era el del disparo.
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