La locura de la lanza
Ante unos graderíos a reventar, el finlandés Pitkamaki no está a la altura de la historia de la jabalina y ve el triunfo del estonio Varnik
Helsinki es una ciudad aislada. El temporal ha obligado a interrumpir el tráfico de los ferries por el mar. Al otro lado del golfo de Finlandia, en Tallin, un helicóptero de la línea regular con la capital de Estonia cayó al mar nada más despegar: sin rastro de los 12 pasajeros y los dos tripulantes. En los parques, el viento arranca árboles de cuajo. En las calles, los bomberos se afanan combatiendo las inundaciones provocadas por la lluvia torrencial. En el viejo estadio Olímpico, inundado el tartán, encharcada la hierba, bajo la lluvia incansable la competición sigue como si nada. De hecho, el viejo recinto, que sólo cuenta con un par de tribunas cubiertas, está lleno a reventar. Sobre los viejos bancos de madera empapados, azotados por el frío viento ártico, miles de impávidos espectadores rebozados en coloridos plásticos que han llegado a pagar hasta 300 euros por entrada, no abandonarían su grada por nada. Es miércoles, hay competición de jabalina.
Al menos, en la derrota, los espectadores no tuvieron que aplaudir a un noruego
Un freudiano se frotaría las manos si le encargaran un estudio para explicar el inexplicable amor del pueblo finlandés por los lanzamientos de jabalina, pero no es allí, en el subconsciente, en el eros profundo, donde habría que buscar. Más bien, en la historia, en el orgullo nacional.
Si la estatua que franquea el paso al estadio es la de Paavo Nurmi, el primer héroe de la Finlandia independiente, de la posguerra civil, que fue un corredor de fondo, la torre blanca, esbelta, una de las señas de identidad del skyline de Helsinki, mide exactamente 71 metros y 72 centímetros, la marca con la que Matti Jarvinen ganó en 1932 la competición de jabalina de los Juegos de Los Ángeles.
Y Jarvinen, un gigante, fue el segundo gran héroe del atletismo finlandés, el heredero de los finlandeses voladores de los años 20. Y después de Jarvinen lanzaron Yrjo Nikkanen, Pauli Nevala, Heli Rantanen, Arko Harkonen, Sepo Raty, Aki Parviainen... Y en total, entre los lanzadores y las lanzadoras, han conseguido nueve oros olímpicos para Finlandia. Por si esto fuera poco, días antes del comienzo de estos Campeonatos del Mundo, Finlandia descubrió que tenía un nuevo héroe gigante con una lanza en la mano.
Tero Pitkamaki, moreno, enorme, 22 años, lanzó a finales de junio a más de 91 metros, una distancia que ya se alcanza pocas veces. Y no sólo eso: Pitkamaki, con su estilo arrojado, brillante, ha derrotado en las últimas reuniones al gran rival regional, al noruego Andreas Thorkildsen, campeón olímpico en Atenas.
Ante tan espectacular menú, Tero contra Andreas, unos Mundiales en juego y en Helsinki, bajo la torre blanca de Jarvinen, era imposible que, pasara lo que pasara en el exterior, así se desencadenara la tercera guerra mundial, el estadio no se llenara, no crujiera bajo el peso de los gritos, del estruendo, de la emoción.
Pero hubo tanta expectación, tanta presión, tanta historia cargando de peso su lanza que Pitkamaki, el héroe moderno, hermoso, el gigante de 1,98 metros, sucumbió: 81,27 metros. Ni siquiera tocó el podio: fue cuarto.
Al menos, en la derrota, el orgulloso pueblo finlandés no tuvo que aplaudir al campeón de la vecina Noruega, pues el campeón olímpico Thorkildsen acabó el segundo con 86,18 metros. El héroe finalmente llegó precisamente del otro lado del golfo de Finlandia, de las mismas frías aguas del Báltico. Ganó, con un lanzamiento de 87,17 metros, Andrus Varnik, un robusto estonio de 1,82 metros de estatura y 100 kilos de peso que hace dos años, en el turno de París, ya había sido el segundo.
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