Agua y cañas
Agua. Aquella mujer quemada tras rociarla con alcohol y apuñalada, pedía agua. Había andado así kilómetro y medio. Tenía sed, sobre todo, sed. Perdía sangre. Le había agredido "un conocido", a quien no identificó. Maltrato hasta los límites de la muerte y ¿sensación de culpa? Quizá. Ocurrió hará unos días en Limés, junto a Cangas del Narcea.
En el Delta del Ebro los horizontes son limpios, abiertos, claros. Partimos de Amposta, pero el paisaje se trasmuta al avanzar. Angosturas del río, infinitos pequeños canales para el riego, un martín pescador cayendo neto, azul sobre un brazo de río. Todo resulta diáfano, verde y fresco. Paramos a mirar desde una torreta. Entramos en la Casa de Fusta, actual museo y viejo refugio de cazadores, de cuando en España cazaban los ricos. (Y lloraban. Al resto sólo tocaba sufrir en silencio).
¿Qué ocurre, que la policía es incapaz de tratar con borrachos y drogadictos? ¿Acaso no es su trabajo?
Y es allí donde oímos que en Roquetas, Almería, las fuerzas de orden han matado a un hombre, ¿borracho, drogado? Culpa y castigo. Borracho y drogado. Lo quiere probar la defensa de los guardias. ¿Y qué? ¿Qué ocurre, que la policía es incapaz de tratar con borrachos y drogadictos? En fin, no sé; y con delincuentes y asesinos. O debiera. ¿Acaso no es su trabajo? ¿No pueden reducir nueve agentes a un ciudadano sin causarle lesiones graves, y, en este caso, la muerte?
Si son capaces de hacerlo con un tigre que ha escapado de un circo, o un toro del corral, ¿cómo es posible que no traten con el mismo respeto a un hombre? Lo pide el escenario del Delta: hablar claro y limpio. ¿Cómo es posible que se intente difamar la memoria de un ciudadano -le llaman "agricultor"- muerto tras entrar en un cuartel? ¿Cómo puede el director de la Guardia Civil frivolizar sobre el hecho? ¿Quieren que sea víctima y culpable al mismo tiempo?
Todos sabemos algo. No hablo de torturas ni de la Guardia Civil. No. No hablo de presuntos terroristas. Ése es otro tema que en este país habrá que tratar. Hablo de los cuerpos policiales de todos ellos, y no necesariamente como herencia del pasado: de la Guardia y la Ertzaintza a la policía municipal. Y hablo de su relación con la ciudadanía corriente y moliente.
Hay hoy, sí, una escuela o cultura policial que está elevando ese oficio como acto de servicio público en una sociedad de derecho y de ciudadanos. Gente inteligente y amable, ellos mismos ciudadanos, que piden disculpas hasta por parar a un conductor cuando su trabajo les obliga a ello. Es un modelo para toda la función pública. Pero hay otra cultura policial a estirpar, una escuela que atraviesa por igual todos y cada uno de los cuerpos. Ésa que se siente antes que baluarte del orden, ungida de una autoridad que permite el matonismo y la humillación del ciudadano. O la agresión brutal, como en este caso. Todos sabemos "algo", o sabemos mucho. Uno sabe de chavales golpeados y dejados desnudos durante toda la noche en un calabozo municipal a raíz de alguna gamberrada en día de juerga. Uno sabe de algún jefe de protección ciudadana, asiduo de cursillos y congresos de jefes, que presume de haber roto la culata de su pistola reglamentaria apartando "gitanos" de la carretera (al parecer, iban a pasar ciclistas por allá). Uno sabe que se esposa y se pasea a ciudadanos íntegros por medio de una plaza pública por humillar y sin motivo. Uno sabe de esa cultura que circula entre los mandos. Y sabe que la justicia se encuentra desarmada para limitar estos desmanes (la ley ampara al agente si no hay testigos). Lo sabemos.
Uno teme, en este país del agua, mientras observa con sus amigos el horizonte tendido, el atardecer quedo, que las cañas del orden puedan convertirse en lanzas contra la ciudadanía y el estado de derecho si se disculpa a agentes y presuntos delincuentes por falta de "pruebas". Agua; aquella mujer, víctima y culpable, pedía agua.
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