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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Otra reina de África

Persuadido desde La exposición colonial (Premio Goncourt 1989, también en Tusquets) de que las sagas acomodadas en novelas-río, el relato en primera persona teñido de humor elegante y la evocación de tierras exóticas procuran el éxito, Eric Arnoult (1947) vuelve tras sus pasos en Una dama africana (anodino título en español que traduce el inquietante Madame Bâ del original y traducciones como la italiana), cuya escritura le llevó más de cuatro años de esquizofrenia intermitente, no dejando de ser el laureado escritor francés -que eligió como nombre de pluma, Orsenna, un topónimo ficticio inventado por el escritor Julien Gracq en El mar de las Sirtes - y a un tiempo decidido a ser la escritora Marguerite Bâ, una dama africana que narra África entera en esta intensa novela epistolar y que la convierte, valga el guiño, en la tercera Marguerite, junto a la Yourcenar y la Duras, célebre por su incontestable aptitud para la narrativa en francés. Porque en realidad Orsenna ha jugado tan bien el papel de Bâ que podría decirse que quiso concebir un personaje y ha dado en crear un autor (y en algún sentido un álter ego, nacido en su mismo año), y que los agradecimientos y la advertencia final no son sino las notas del editor Orsenna al pie del texto de doña Marguerite, mítica mujer surgida de un Antiguo Testamento imaginario (los soninké dicen ser hijos de Abraham), torrencial como su propio discurso, que fluye como el gran río Senegal donde nació, en lo alto de una techumbre metafórica y real a la vez desde la que ya dominaba todo el continente negro, raíz y rama de su estirpe, olfativa y colorista mama grande, sensual como la gacela, imponente como el elefante. La reina de África.

UNA DAMA AFRICANA

Erik Orsenna

Traducción de

Juan Manuel Salmerón

Tusquets. Barcelona, 2004

421 páginas. 20 euros

Lo de menos es aquí la tra

ma, que se reduce a una abuela de Malí que ansía rescatar a su nieto Michel, despertado de forma brusca en París del ingenuo sueño de la gloria futbolística en la antigua metrópoli. Importa la fuerza del discurso, llevado en volandas por el deseo de explicar, vindicar y redimir África del abandono displicente de una Europa dormida en sus laureles. Con el pretexto de tener que cumplimentar el impreso 13-0021 para solicitar el visado hacia Francia, la inspectora escolar Bâ da rienda suelta a su encendido monólogo en defensa de la tierra de ébano, que nace y muere en forma de carta al mismísimo presidente de la República francesa, en la que en apariencia una mujer le reclama la visa, cuando una lectura avisada ve asimismo en ella al África poscolonial leyéndole la cartilla a la Europa de Schengen.

La señora Bâ se dirige al lec

tor como a un discreto confidente al que se le exige solidaridad con la emigración, la escasez o el tráfico corrupto de visados, y sensibilidad para la nobleza de espíritu, las puestas de sol con baobab o la entereza de la familia entendida como clan. Con todo, el texto no es tanto la novela de un continente en que se dan la mano ritos ancestrales y ávidas lecturas del París Match, bebedizos de la fertilidad y ONG con píldoras antibaby, cuanto la crónica agridulce de una África harta de ser una tierra que "cuando Francia está avergonzada se alimenta de su vergüenza", en el que "lo peor no tiene fondo" y la explotación occidental no tiene fin ("Francia es un ogro: ¿quieres que te chupe, y te mastique y te rumie y te saque el jugo y escupa tus huesos cuando no tenga ya más hambre?"), y deseosa de trocar el interés del turista ("¿qué sabe del desierto el que no mira más que un grano de arena?") por el respeto del político, que traerá tras de sí, con el tiempo, el de los demás. Esto explica la vehemencia y la extensión de la carta de Bâ al jerifalte del Elíseo, y tal vez de ahí que, en el Times Literary Supplement (diciembre 2003), la africana Nadine Gordimer se deshiciera en elogios por esta novela que tan cerca está de las suyas propias en el sentido de una escritura comprometida, y que es capaz de inventarse una mujer de carne y hueso -como Molly Bloom, dice Gordimer- (una mujer escritora, un heterónimo que se autobiografía, no la muñeca del ventrílocuo Orsenna: virtuoso ejercicio en primera persona, asombroso desdoblamiento) por cuya voz nos habla África entera. Digamos que Orsenna enturbia un poco su enérgica y cautivadora proclama africanista, avalada por años de cooperación política con el Tercer Mundo junto a Mitterrand y Sédar Senghor, asegurando que la Administración francesa es la mejor del mundo (¡ah, monsieur Chovin!), pero eso es harina de otro costal. A la luz de su reciente y divertido divertimento gramatical (La isla de las palabras, Salamandra, 2004), y de esta luminosa novela, que su autor prefiere llamar "reportaje" pese a la profusión de símbolos y de pasajes líricos, Orsenna sigue en plena forma, imaginando historias que nos fuerzan siempre, como escribe madame Bâ, "a dejarnos arrastrar por el fecundo río de las palabras".

El escritor francés Erik Orsenna (1947).
El escritor francés Erik Orsenna (1947).AFP

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