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A PIE DE PÁGINA

Libros en la mesa

Conviene que a un imperio en ruinas se lo recuerde por las ruinas de una novela; conviene que de esa novela, el fragmento más memorable sea una cena. Mil años después de la muerte de Petronio, nada nos revela la vida de la Roma imperial como ese capítulo de su despedazado Satiricón descubierto por casualidad en el siglo XVII, en el que se describe el banquete del pretencioso Trimalción. Trimalción es un nuevo rico; a sus fastuosas cenas acude toda esa chusma a quien el dinero atrae. La comida que ofrece Trimalción es, como él mismo, espectacularmente engañosa. En su mesa, nada será lo que parece ser. Para comenzar, fuentes de plata (estampadas con el peso del metal) ostentan apetitosos panecillos que resultan ser lirones cocidos en miel y cubiertos de semillas de amapola, seguidos por una gallina de madera posada sobre huevos de pavo real que en realidad son bollos de masa dentro de los cuales hay oropéndolas en pimienta. Una enorme bandeja contiene platos que representan los 12 signos del zodíaco, mientras que en otra se ofrecen varias carnes asadas (entre ellas, una liebre a la que se le han pegado alas para disfrazarla de Pegaso) y salseras en forma de sátiro con picos diseñados como falos. El toque final es un inmenso cerdo asado cuyo vientre, cuando cortado, deja en libertad una bandada de zorzales vivos. Allí, parece decirnos Petronio, en torno a la mesa de un inculto nuevo rico, está reflejada toda Roma. Para entender la vasta historia que está por llegar a su término, no necesitamos ni a Livio ni a Suetonio: nos basta esta singular escena de comida que narra, en su artificio, lo que Roma fue y lo que no quiso, o no pudo, ser. En el acto esencial de comer, toda sociedad resume su verdadera identidad.

En el acto esencial de comer, toda sociedad resume su verdadera identidad

"Dime lo que comes y te diré quién eres", escribió inmortalmente Anthelme Brillat-Savarin a fines del siglo XVIII. Ésa es la verdad que han intuido los escritores de ficción desde los primeros tiempos de la literatura. Una escena de batalla, un episodio erótico, una larga meditación o un minucioso viaje, pueden revelarnos sin duda la cólera de Aquiles, la pasión de Lady Chatterley, la conciencia de Zeno o el empeño de Phileas Fogg, pero para poder apreciar a estos memorables seres en toda su ejemplar complejidad, necesitamos (nosotros los lectores) verlos en el pleno uso de sus facultades, de sus cinco sentidos aguzados, dispuestos a alimentarse en carne y en espíritu, en medio de ese acto que como pocos otros (nacer, respirar, morir) nos es común a todos. A veces, la necesidad de comer nos ofrece el Paraíso en un bocado, como cuando el hambriento Pinocho encuentra las míseras mondaduras de pera que había orgullosamente desechado; a veces, nos condena al infierno, como cuando Alicia, en su pesadilla detrás del espejo, no puede ni servirse un trozo de carne asada porque la Reina Roja se ha empeñado en presentarle a cada uno de los platos "y es muy mala educación servirse de alguien a quien hemos sido presentados".

"Los héroes", escribió Henry Fielding en Tom Jones, "a pesar de la exaltada imagen que, gracias a sus aduladores, puedan tener de sí mismos, o que el mundo pueda tener de ellos, poseen sin duda algo más de mortal que de divino. Por más elevado que sea su pensamiento, sus cuerpos, sin embargo (que suelen ocupar la mayor porción de casi todos ellos), son susceptibles de las peores flaquezas y están sujetos a los más deleznables oficios de la naturaleza humana. Entre estos últimos, el de comer, que ha sido juzgado por no pocos sabios como muy despreciable e indigno de la aristocracia de la filosofía, debe, al menos en cierta medida, ser ejecutado por hasta el mayor de los príncipes, héroes o filósofos de la tierra. Es más, a veces la Naturaleza se comporta de manera tan traviesa que exige de estos excelsos personajes una participación en este oficio de comer aún más exorbitante que la que requiere de otros seres de condición más humilde".

Tom Jones come (con la rescatada Mrs. Waters, por ejemplo) como quien hace el amor, puesto que el amor, como nos recuerda Fielding, "es preferir un tipo de comida a otro". Comen también, de forma inolvidable, un sinfín de héroes literarios: el Don Fabrizio de El Gatopardo, "bebiendo el aguado café de las monjas con tolerancia, y masticando las tortas de almendra rosa y verde con satisfacción"; los fantasmas del pasado de Scrooge en Cuento de Navidad, "torta y vino caliente y tajadas de asado frío y cocido frío y pasteles de fruta y mucha, mucha cerveza"; los brutales invitados de Gervaise en L'Assomoir, "sopa de pastas

... y vino para hacerlas pasar... y una blanquette servida en una ensaladera, porque no había en la casa una fuente suficientemente grande"; Severine y Roubaud en La bestia humana, antes de una de sus terribles disputas, "una lata de sardinas que, acabada, fue seguida de un pastel de carne cortado con un cuchillo recién comprado"; el príncipe Genji y su amada, en la saga de Murasaki Shikibu, "un mísero budín de arroz", tan incongruente con su devastadora pasión; el pobre monstruo del Doctor Frankenstein, "los restos del desayuno del zagal, pan, queso, leche y vino", aunque este último le disgusta, como le disgusta a la trágica Anna Karenina, antes de su salto ante el tren fatal, el olor del pan y del queso de su última cena.

Otros: el joven y desventurado Werther come con los ojos "el pan negro" que su inalcanzable Lotte "corta en rebanadas para los pequeños"; la madre de Oskar, en El tambor de hojalata, las detestadas anguilas preparadas "con leche, mostaza, perejil, y patatas hervidas, y una hoja de laurel y un clavo de olor"; la familia que da inicio al atroz Bestiario de Cortázar, un arroz con leche y "poca canela, una lástima"; el sabio catalán de Macondo, para ganar una apuesta a bordo del barco que lo lleva de regreso a Barcelona, una cena hecha de agua con "sabor a remolachas nocturnas de los manantiales de Lérida"; los invitados de Año Nuevo del difunto Artemio Cruz, sentados a una mesa de patas de delfín, bajo candiles de bronce, "perdices enriquecidas en salsa de tocino y vino rancio, merluzas envueltas en hojas de mostaza tarragonesa, patos silvestres cubiertos de cáscara de naranja, carpas flanqueadas por huevecillos de marisco, bullinada catalana espesa con el olor de aceituna...

salsas de cebolla y naranja, de ajo y pistache, de almendras y caracoles". Todos comen, y a través de sus comidas, nos revelan su verdadero mundo. Después, desde este lado de la página, los juzgamos.

Dice el autor del Eclesiastés que "no tiene el hombre bien debajo del sol, sino que coma, y beba, y se alegre". Quizás ésta sea también la feliz conclusión de la literatura.

FERNANDO VICENTE

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