'Gigi'
EL PAÍS ofrece, por 8,95 euros, el exquisito filme de Vincente Minnelli con Leslie Caron
Vincente Minnelli (que se llamaba en realidad Lester Anthony) procedía de una familia de pobres cómicos de la legua y estaba ya encaramado a un escenario con cuatro años, lo que explica su devoción por lo estrictamente teatral; también es importante saber que profesionalmente empezó a tener éxito como diseñador de vestuario (lo que preparó su sensibilidad desde muy temprano para dar a los trajes la verdadera importancia que tienen en un filme); trabajó en las Ziegfield Follies (que diez años más tarde convertiría en película propia con Fred Astaire y Lucille Bremer) y fue director de arte en el Radio City Music Hall de Nueva York; era de Chicago, pero soñaba con Europa o, al menos, con representarla, y de ahí dos de sus filmes más conocidos: Un americano en París y Gigi. Y en ambos filmes, una misma estrella: la francesa de madre norteamericana Leslie Caron.
Hay eco de Bernard Shaw y de Wilde, esa mezcla de sueños y veleidades
En 'Gigi', Leslie Caron, retratada con mimo, consiguió el estatus de icono
Leslie Caron, con madre también bailarina de éxito, fue una ballerina de ballet clásico venida a más por mor de Hollywood. Su carrera sufrió el mismo "accidente dorado" que también tuvieron reconocidas divas del tutú, con diferente fortuna, como Liudmila Tcherina y Moira Shearer, entre otras. Leslie, como tantas bailarinas de su época, dio tumbos, volvió ocasionalmente al ballet y hasta quiso hacer carrera de escritora (su libro de relatos Vengeance, publicado en 1983, es algo truculento, y hasta tiene visos autobiográficos), para terminar en los cameos de la serie televisiva Falcon Crest; sus únicas apariciones recientes en el cine han sido en Chocolat, junto a Juliette Binoche y Judi Dench, y en El divorcio en 2003 junto a Glenn Close. En Gigi consiguió el estatus de icono: retratada con mimo, vestida con delicado instinto, Minnelli la depositó en ese parnaso de personajes que, sacados de la literatura, adquieren para siempre un rostro en el cine.
Leslie Caron había ingresado en la compañía Ballets de los Campos Elíseos en 1946 tras los estudios en el Conservatorio de París, y además de bailar bien era tan hermosa que se volvió la preferida de los dos grandes fotógrafos de la época, el inglés Baron y el francés Serge Lido. Esto la hizo famosa fuera de los decorados de Chatelet, y allí en París la descubre Gene Kelly (primero en las fotos de Lido y luego al verla bailar), para recomendarla a Minnelli y debutar en Un americano en París.
Antes, el coreógrafo de origen ruso David Lichine la había escogido para su ballet La rencontré (también llamado Edipo y la Esfinge), donde creó para ella el papel de la Esfinge. Roland Petit la volvió a rescatar de las sutiles garras del celuloide para La bella durmiente, que estrenaron en Londres con gran éxito. Pero finalmente el cine pudo más y vinieron Lilí y Las zapatillas de cristal, entre otras películas. Minnelli la adoró siempre, y así la unió a Fred Astaire en Papá piernas largas, donde hacían un agudo contraste entre el clasicismo de ella y el terrenal baile de él.
Al llegar al rodaje de Gigi, ambos, director y actriz, ya tenían sus propias experiencias con el cine musical. Ella estaba en el esplendor de su belleza, siempre con algo de sensualidad muy a flor de piel, y Minnelli quería volver a París.
Se ha escrito mucho sobre las influencias que han ejercido sobre Minnelli tanto Erté como Wilde, el dantismo y hasta Proust. Lo cierto es que esa esforzada estilización de lo parisino rezuma cultura y, sobre todo, buen gusto, algo de lo que Hollywood nunca estuvo sobrado. Y es ese sentido de la estética lo que le lleva al diseñador, fotógrafo y figurinista inglés Cecil Beaton. Juntos, para Gigi, decidieron ese tránsito del impresionismo pictórico al art nouveau decorativo, que también había sido el de la primera juventud de la autora del libro, Colette (que tuvo varias), sin desdeñar las alusiones a Utrillo en las calles mojadas, a Renoir en las abultadas enaguas, a Monet en los chalecos de los señores y en el colorido de los sombreros.
Es contradictorio cómo llegó Minnelli a la conversión del petit roman de Colette en película (en sus memorias no lo aclara del todo). Lo que sí está claro es que conocía a la obra y a la autora y que el gato de la abuela de Gigi es un homenaje a la escritora (que vivió hasta su muerte rodeada de ellos), que ya en el librito no se cortó a la hora de retratar con afilada crueldad a ese viejo verde, Honore Lachaille (en el filme, Maurice Chevalier), que celebra los intentos de suicidio de una mujer enamorada.
Es inevitable comparar los trabajos de vestuario de Cecil Beaton en My Fair Lady y Gigi, pues con ambos obtuvo premios y elogios casi unánimes y hay muchas cosas coincidentes. En Gigi, siendo menos espectacular, el diseño es más precioso y preciso, resultando una obra redonda en su concepción estética y donde el británico fuerza el estilo con cierto desparpajo por encima de cronologías y criterios de época, acercándose al instinto teatralizante y fantástico de Minnelli.
Así dibuja a una Gigi deslumbrante y algo dramática para su debut social y para lo que debía ser el camino de rosas con espinas a la profesión de concubina de lujo de Gaston Lachaille (Louis Jourdan), con el inolvidable traje de raso duquesa color marfil y las golondrinas de terciopelo azul noche revoloteando en el escote y los redondos hombros de la Caron, que lleva en esa escena de conquista (y no es baladí) la media luna de brillantes en el pelo, que es el símbolo triunfante de Diana Cazadora. Tampoco respeta Beaton la época para acentuar las distancias con el personaje de la tía abuela Alicia (Isabel Jeans), una ex cortesana de altos vuelos que instruye a su sobrina adolescente en tales menesteres y aparece vestida más o menos como un pastel rococó de Fragonard en seda lila (¡y el decorador la sienta en sillitas recamier del mismo color!), lo que debía ser el colmo de lo edulcorado, pero está todo tan bien pensado y armado que no desentona, sino que se amalgama en un ambiente ecléctico donde abundan los restos de la decoración segundo imperio, labor hecha por dos maestros de Hollywood: Henry Grace y Keogh Gleason, con la dirección de arte de Preston Ames, y todos ellos ganaron oscars ese año 1958, de esos oscars que algunos se empeñan en diagnosticar como menores y que en realidad tantas veces comprometen y deciden el destino de la película.
En Gigi, filme y novelette, hay también un eco de Bernard Shaw (Pygmalion) y de Wilde (La importancia de llamarse Ernesto), esa mezcla capaz de equiparar sueños y veleidades algo proustianamente, pues Gigi es también Albertine, sólo que la simple heroína que encarna Leslie Caron no desaparece, sino que se deja querer por las circunstancias; su aparente rebeldía sólo consiste en encogerse de hombros, aceptar las manipulaciones de un destino que podía ser peor, colocarse la pulsera de esmeraldas y, mientras tanto, sonreír y bailar en Moulin Rouge.
El musical de las nueve estatuillas
Gigi se realizó en 1958. Sus principales intérpretes fueron Leslie Caron, Maurice Chevalier, Louis Jourdan, Hermione Gingold, Eva Gabor y Jacques Bergerac.
Director: Vincente Minnelli. Productor: Arthur Freed. Guionistas: Colette y Alan Jay Lerner. Fotografía: Ray June y Joseph Ruttenberg. Música: Miklos Rozsa.
Arthur Freed, mítico productor de musicales de la MGM, quería que Alan Jay Lerner y Frederick Loewe, autores de la versión teatral de My Fair Lady, escribieran un guión original para la ocasión. Sin embargo, Loewe, que nunca había hecho nada para la gran pantalla, rechazó la oferta y Lerner usó algunos diálogos originales de la novela de Colette para confeccionar el guión. La película obtuvo nueve oscars, entre ellos los de mejor director para Vincente Minnelli, mejor guión para Alan Jay Lerner y mejor canción para Frederick Loewe y el propio Lerner.
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