El Quijote en línea recta
Éste ha sido el año del Quijote. Ya se ha dicho todo sobre él, y además se ha dicho mucho que ya se ha dicho todo. Aunque periodísticamente sea un tema agotado, me ha causado cierta estupefacción imaginar que hubiera ocurrido si Cervantes no hubiera puesto jamás un punto y aparte, si las aventuras del ingenioso hidalgo se hubieran escrito en línea recta, desde "En un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme", hasta el curiosísimo "Vale" con el que concluye la novela. ¿Qué longitud tendría esa obsesiva línea?
La edición que yo tengo de El Quijote tiene novecientas ochenta y seis páginas, con treinta y siete líneas cada una. Mido impaciente la longitud de una de ellas: once centímetros exactos. Estupendo. Multiplico once por treinta y siete y luego por novecientos ochenta y seis. Anoto el resultado en una libreta: aproximadamente cuatrocientos mil centímetros. ¡Cuatro magníficos kilómetros de Quijote! Me gusta imaginar una cosa así. Con esa longitud podría construirse un precioso paseo arbolado en La Mancha, o tal vez en Alcalá de Henares: La avenida del Ingenioso Hidalgo, o paseo de la Recta Locura. En el suelo, con letras diminutas, una estrechísima y alargada obra maestra que podríamos ir leyendo mientras caminamos lentamente. Los padres llevarían a sus hijos a leer a ras de tierra, y algún articulista cursi escribiría en su columna literaria que ese es uno de los pocos lugares en el mundo donde tiene cierto sentido pasear con la mirada clavada en el suelo, despreciando las nubes. Incluso es posible que describiera la larga línea de El Quijote como una fila de hormigas negras, con formas de zeta, de jota, de ene y de efe.
Anoto el resultado en una libreta: aproximadamente cuatrocientos mil centímetros. ¡Cuatro magníficos kilómetros de Quijote!
Pero no es necesario quedarnos en El Quijote. Por suerte, y aunque durante este año no lo parezca, se han escrito algunas cosas más. Si la idea tuviera éxito, tal vez otros libros podrían ser homenajeados de manera similar. La Biblia, por ejemplo, sin puntos y aparte, mediría dieciséis kilómetros; una larga línea que rodearía la ciudad de El Vaticano, encadenándola débilmente con su propia doctrina. El Capital, de Marx, ochocientos metros. El Ulises, de Joyce, dos kilómetros y medio. Los Hermanos Karamazov, de Dostoievski, tres kilómetros y novecientos ochenta metros. La obra poética completa de Antonio Machado, tan sólo cuatrocientos metros. La diferencia de longitudes se vería entonces como una competición feroz entre los seguidores fanáticos de las grandes obras literarias de la historia. En las librerías podríamos adquirir largas cintas de colores chillones en las que los editores imprimirían en fila india las letras de los nuevos éxitos comerciales. Los ganchos publicitarios dejarían de ser del tipo: "¡Más de un millón de ejemplares vendidos!" y se convertirían en algo parecido a: "¡Más de tres kilómetros de longitud!". Por suerte, la humanidad tuvo la feliz idea de inventar los puntos y aparte. Gracias a su existencia podemos evitarnos una nueva y absurda disputa entre los escritores vanidosos: la competencia infantil por saber quién es el que la tiene más larga.
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