Tamino viaja al asilo
El retorno operístico de Riccardo Muti al Festival de Salzburgo prometía ser uno de los acontecimientos del verano musical. Diez años sin dirigir una ópera -su último montaje fue La traviata, en 1995; después, sólo ha dirigido conciertos- son muchos años y su reaparición lírica con un nuevo montaje de La flauta mágica, obra fetiche en Salzburgo, había generado grandísima expectación. No bastó, sin embargo, el carisma de Muti para salvar del abucheo final una moderna y confusa propuesta escénica del británico Graham Vick ambientada en un extraño asilo.
En la sala grande del Festpielhaus, repleta de un público ataviado con sus mejores galas, se respiraba el ambiente de los grandes días. También había levantado expectación el nuevo montaje de La Flauta mágica que sucede a la exitosa producción estrenada en 1997 con la firma escénica de Achim Freyer. Vick ha sembrado confusión con una propuesta que empieza con cierta gracia pero acaba desconcertando. Fiel a su gusto por la fragmentación del escenario, inicia su montaje en la modesta dimensión escénica de una habitación de un joven de nuestros días, vestido con ropa y calzado deportivo, y tumbado en su cama: su sueño no será otro que convertirse en Tamino. La chispa teatral, sin embargo, se agota pronto para dar paso a una ceremonia de la confusión que ya no cesa hasta que cae el telón final.
Vick quiere contar tantas cosas que, al final, no hay la más mínima armonía entre los elementos que uno espera encontrar en la célebre ópera. En su lugar, Sarastro y sus discípulos viven encerrados en un asilo que no es otra cosa que la representación del egoísmo de la vejez. Un mundo que agoniza y debe ser salvado por un joven valiente y generoso como Un Tamino que, por cierto, en la prueba final debe jugar a la ruleta rusa poniendo una pistola en la sien de Pamina.
Frente a los despropósitos, Muti saca oro molido de la Filarmónica de Viena, con un sonido ligero y transparente que los músicos sirven en bandeja de plata. El bajo René Pape y el tenor Michael Schade volvieron a dejar constancia de su dominio mozartiano y su clase vocal dando vida a Sarastro y Tamino, papeles que han cantado muchas veces en Salzburgo. La Pamina de intensos acentos de la soprano Genia Kühmeier fue una grata sorpresa en un reparto de buen nivel pero no excepcional: la soprano Anna-Kristiina Kaappola al final convenció en su segunda y tremebunda aria de la Reina de la Noche y el barítono Markus Werba no logró dar mucho relieve vocal a un Papageno vestido con alegres ropas de estética hippy que, eso si, bordó como actor. El resto del reparto, al nivel de excelencia habitual en Salzburgo.
Muti podrá respirar tranquilo porque a nivel personal, el público le dispensó una cariñosa acogida y premió su impecable labor en el foso. Graham Vick, sin embargo, se llevó un sonoro abucheo. No obstante, el éxito de Muti es lo que cabe esperar en un director de su fama y en un escenario como Salzburgo: lo que cada vez resulta más raro es conseguir una función memorable. Otra vez será.
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