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Tres formas de no resolver un problema

Los atentados de Londres han interrumpido por el momento la sucesión de opiniones adversas al Gobierno británico emitidas por un buen número de dirigentes y comentaristas políticos en el sentido de cargar sobre Inglaterra la culpa de que el proceso de unificación europea se encuentre en dificultades. Como si Francia y Holanda no hubieran votado contra el actual proyecto de Constitución. Como si de optar Merkel, cuando sea primera ministra, por celebrar un referéndum no fuese a ganar el no también en Alemania. Como si incluso en España hubiera ganado -en vez de ganar la abstención- de no ser porque los dos grandes partidos acordaron apoyar el sí. ¿Qué sentido tiene continuar con estas consultas? ¿Una Europa sin Francia y Holanda, que ya han rechazado el proyecto, y sin Inglaterra y Alemania, que, a todas luces, lo rechazarían? ¿O, a la manera de Quebec, la idea es convocar nuevas consultas electorales hasta que sea aprobado? El Gobierno británico tiene, desde luego, una idea de Europa distinta de la recogida en el proyecto actualmente en debate. Pero es otra idea, no un rechazo de la Unión Europea. Con lo que ya tenemos una forma de no resolver el problema, de no salir de la encrucijada en la que Europa entera se halla metida: situar la causa de lo que ocurre donde no está, atribuir la culpa a quien no la tiene, Inglaterra en este caso.

Pero la manera más segura de que el problema no se resuelva consiste en plantearlo incorrectamente. Esto es, desvirtuar su entidad al dar una apariencia de conflicto político-jurídico-diplomático-financiero a lo que a ojos del ciudadano es, sobre todo, sociolaboral (deslocalización de empresas, paro, deterioro social) y de convivencia, es decir, cultural. En cuanto al primero de esos temores, parece evidente que no son del todo injustificados: el paso que nos llevó a la Europa de los Veinticinco fue excesivamente largo, la integración de esos nuevos miembros -a los que nadie tiene especial antipatía- hubiera sido tanto menos traumática cuanto más paulatina y dilatada. En cuanto al segundo -las dificultades de convivencia con los vecinos de otra cultura-, entramos en un tema tabú: el miedo de los ciudadanos de todos y cada uno de los países europeos a ser tildados de racistas y xenófobos por el mero hecho de exponer sus problemas. De ahí que el temor a las palabras les lleve cada vez con mayor frecuencia a utilizar el lenguaje de las cacerolas. Un miedo que es en sí mismo parte del problema, ya que añade a la ofensa de la que se sienten víctimas el agravio comparativo, la discriminación a favor del otro, una situación que ese otro conoce de sobra y explota a su favor. Se trata de asuntos que las clases políticas conocen de oídas, en el terreno de la teoría, que a lo sumo crea conflictos de protocolo, como sucedió recientemente en Bruselas cuando la delegación de un país de régimen fundamentalista islámico obligó a suspender una recepción -ya que ellos no podían estrechar la mano de las mujeres invitadas-, así como el posterior banquete, en el que no sólo pretendían que no se les sirviera alcohol, cosa que nadie pensaba hacer, sino que tampoco se sirviese al resto de los comensales. Esto es: trasladar con ellos las normas imperantes en sus países, donde los occidentales están obligados a acatarlas so pena de severos castigos, incluida la muerte. La pretensión de hacerles ver el desequilibrio consustancial al hecho de que allí impongan sus normas y aquí pretendan seguir imponiéndolas carece de sentido, toda vez que ellos están convencidos de no hacer más que cumplir con sus preceptos religiosos, que son los únicos verdaderos. ¿La solución? Similar, seguramente, a la que se viene aplicando en Estados Unidos como quien dice desde siempre, y con éxito, ya que, pese a todas las deficiencias, en ningún otro país se han integrado tan fácilmente gentes de todas las razas, colores y creencias. Es decir: que todo inmigrante conozca las leyes de esta Europa laica, que demuestre conocerlas y acepte formalmente respetarlas. Mientras ese examen no sea un complemento obligado del visado, seguirán los problemas, que no son de color, raza o creencias, sino pura y simplemente de convivencia diaria. De no hacerse, ¿cuánto tardaremos en España en ver aparecer un partido político de corte lepenista, de amplio espectro social pero con particular arraigo en las clases populares?

Hay una tercera cuestión de fondo ante la cual los diversos dirigentes europeos evitan definirse claramente, con lo que nada resuelven: el ámbito de Europa. ¿Hasta dónde alcanzan sus fronteras? Se trata de una de las cuestiones que más propician el escepticismo de la población ya que, al ciudadano, Europa se le ofrece como una carabela no muy segura de adónde le va a llevar la travesía emprendida. De ahí la importancia de decidirlo de una vez, tanto para despejar la incertidumbre interior como para no frustrar con falsas esperanzas a los países vecinos. De Gaulle lo tenía muy claro: Europa va del Atlántico a los Urales, y, que yo recuerde, a nadie le pareció un disparate. Eso situaría a Rusia en el horizonte, y lo cierto es que, a largo plazo, no hay razón alguna en contra; desde finales del siglo XVIII, Rusia ha tenido un papel central en la historia de Europa. Otra cosa es la mayor o menor dilatación del proceso, ya que ante todo habría de aplicarse a resolver sus numerosos problemas internos. Problemas internos también los tiene Turquía, y la mejor forma de ayudarla a resolverlos sería que la Unión Europea firmase con ella un acuerdo presidido por el espíritu del plan Marshall. Otra cosa es su integración, ya que no es lo mismo ser amigo y aliado de la Unión que formar parte de ella. Turquía no es Europa ni geográfica ni históricamente, ni parece que lleve camino de querer ser otra cosa que lo que es. Salvo que nos empeñemos en proceder como la oruga de Alicia en el país de las maravillas, para quien las palabras significan lo que ella quiere que signifiquen.

Luis Goytisolo es escritor.

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