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Columna
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Química

"PARA UN químico no hay nada sucio en la tierra", escribió A. P. Chéjov a María Kiseliova en una carta fechada el 14 de enero de 1887. "El escritor debe ser igual de objetivo. Tiene que liberarse del subjetivismo de la vida y saber que en un paisaje un montón de estiércol a veces representa una parte digna de todo respeto y que las malas pasiones son inherentes a la vida, lo mismo que las buenas". Semejante afirmación podría ser tomada académicamente como una declaración de fe en el naturalismo artístico, tan en boga, por lo demás, en vida del escritor ruso, que nació en 1860 y murió en 1904, pero, para un buen lector de su obra, enredarse ahí sería algo insustancial y equívoco. Un error. Casi una traición. Porque, para Chéjov, médico de profesión e hijo de un esclavo que había logrado comprar su libertad, prestar la debida atención a la realidad, con la meticulosidad de un científico, sólo se trasformaba en literatura cuando un autor era capaz de aportar una visión personal, lo cual en ningún caso hay que interpretar como un desahogo sentimental o ideológico. Antes, por el contrario, lo personal, lejos de lo subjetivo y de cualquier prejuicio, era expresión de una intensa vivencia y, sobre todo, de una profunda humildad. ¡Qué difícil es alcanzar esta actitud de reverencia y amor a lo más próximo!, ¡he estado constante de alerta!, ¡qué esfuerzo tan generoso! y, por encima de todo, ¡cuánta soledad debe parecer quien así dialoga con su entorno!

El párrafo epistolar antes citado procede de la edición de cartas de Chéjov que realizó el italiano Piero Brunello, recientemente traducido al castellano en un libro titulado Sin trama y sin final. 99 consejos para escritores (Alba), que se ha publicado casi simultáneamente en nuestro país con otra recopilación antológica sobre lo mismo, ésta al cuidado de Jesús García Gabaldón: Consejos a un escritor. Cartas sobre el cuento, el teatro y la literatura (Fuentetaja). No hay pues entre ellas otras diferencias de contenido que la de las versiones en nuestra lengua y la distinta forma de ordenar y presentar el material, que, en cierto sentido, las hace complementarias. Sea como sea, en ambas está el pensamiento y el estilo de Chéjov, que no sólo obviamente está implícito en su obra de creación literaria, sino en sus muy coherentes opiniones sobre cómo hay que escribir y hasta qué punto a un autor hay que exigirle la más completa libertad artística y moral.

Por lo demás, los consejos literarios de Chéjov insisten reiteradamente en la "claridad", que consiste no sólo en la más absoluta falta de aceptación en el estilo, sino también en la concisión, la "brevedad", una cualidad ésta para él nunca conseguida en grado suficiente por nadie. Aunque, por otra parte, Chéjov confesaba que su inspiración solía partir de imágenes y de la defensa que hacía de la musicalidad del estilo, algo, en principio, propio de la poesía, nunca se consideró apto para practicarlo y, aún menos, para pontificar sobre ella. Se ha dicho, no obstante, que el cuento, género en el que Chéjov puede considerarse como el más extraordinario representante de nuestra época, es afín a la poesía, pero lo poético de la prosa del escritor ruso ciertamente no fue su habilidad para hacer versos, sino su "química" con la realidad, su hondo respeto por el desvarío humano, el análisis de la combustión de sus elementos, su inquebrantable piedad que lo abarcaba todo.

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